miércoles, 26 de enero de 2011

CIRUGIA FATAL

Le dieron una bata y unas esponjas antisépticas para bañarse. No recordaba si era la 6º o 7º operación, ya no le daba importancia. Una enfermera apareció luego del susodicho baño, tomó la temperatura que estaba normal, presión 13-8, para ser hipertenso era una buena señal de que estaba tranquilo. Pensó mucho, hasta dejó un nuevo testamento (como todas las veces) dejando las pocas pertenencias terrenales a su hija y sus escritos (los cuales deberían ser entregados al cumplir los 15 años para poder leer el legado paterno), el mobiliario y demás cosas a la madre, quizá a ella le sirvieran para vivir más cómoda con su hija (ya que apenas podía enviar dinero).
Comenzó a pensar en la gente que perdió, las personas que murieron y las que lo dejaron por su propia voluntad.
Solo había una persona por la cual se arrepentía de sus alejamiento, y eso le pegó más fuerte que la misma realidad de verse sentado sobre una camilla, intentando no llorar por los recuerdos. En ese mismo instante entra el camillero, a la pregunta de cómo se sentía, el paciente solo contestó “apurado” y rápidamente se paso a la camilla prequirúrgica.
Del tercer piso lo llevaron por ascensor al segundo piso de cirugía. Se nota que su caso generó expectativas entre los galenos. Habían dos anestesiólogos, cuatro enfermeras, dos cirujanos y el cirujano en jefe (la eminencia).
Luego de una inyección y la mascarilla en la cara, la medicación hizo efecto, alcanzó a divisar a un par de médicos jóvenes que se asomaron por la puerta, para observar al eminente doctor en acción ante ese caso tan raro.
Los ojos le pesaban, el mareo insoportable se le atragantó en la garganta, quiso hablar para decirles que no podía respirar, intentó tocar con su mano a la anestesióloga a su derecha, pero no pudo mover ni un dedo, la mascarilla le impedía ver delante de él, donde estaba el cirujano jefe. Los ojos de sus hija fue la última imagen que su mente le dio. En ese momento supo que iba a morir.
En la sala de cirugía solo se escuchaba hablar a la anestesióloga, que le decía a otra persona que solo le había puesto ciento cincuenta de “Penta”, ponele cinco más, dijo la otra.
Todo se puso negro.

Al despertar y mirar las luces apagadas de quirófano encima de él, se dio cuenta que estaba vivo, cuando quiso respirar su garganta no respondió, era como tratar de sacar aire de un globo desinflado. Sus brazos muertos sobre la camilla eran completamente inútiles en el ademán que intentó hacer hacia su cuello indicando la falta de oxígeno, trató de toser y fue imposible. Una voz detrás de su cabeza dice a otro, tiene saliva en garganta, le cuesta respirar, ¡dale máscara! Ordenó. El muchacho volteó la cabeza, vomitó y escupió una saliva espesa, pero seguía sin poder inspirar aire. Probó con las técnicas del buceo en apnea, controlar el reflejo respiratoria para relajar la epiglotis y la laringe, con esto pudo escupir todo el liquido atrapado ahí, calculó que serían como dos vasos de saliva. Ahora si sabía lo que era la sensación de ahogarse. La desesperación de la mente lúcida pensando y sufriendo la sensación de agonía de la muerte sobre la piel.
La voz detrás de la cabecera de la camilla se transforma en una cara a su costado de un joven anestesiólogo que se puso a contarle porque le pasó el ahogamiento y le ayudó a relajarse para largar todo el liquido de su garganta.
La operación duro solo una hora, menos de lo que pensamos duraría, la anestesia era para más tiempo, así que te dimos un reversor para poder despertarte, pero aún el efecto anestésico duraba en su cuerpo y por eso no pudo respirar por si solo ni expulsar los líquidos acumulados. El joven le ayudó con la máscara de oxígeno y haciéndole escupir de lado, cuando pudo respirar mejor le explicó que uso técnicas del buceo de apnea el cual practicaba hace muchos años y que también sufría de la apnea del sueño y por eso estaba acostumbrado a controlar los ahogos que sufría algunas noches. A pesar de todas las maniobras que hicieron, fueron mas de diez minutos de tortura intentando respirar, una experiencia aterradora.
Su karma no le dejaba en paz, pero pudo esquivar el destino, sintió y presintió, llámenle premonición si quieren, pero el sabía que iba a morir ahí, lo supo desde que viajó de tan lejos, sabía que iba a morir lejos de las personas que amaba, se lo merecía. Pero se quedó perplejo ante el reflejo o instinto de supervivencia que impidió que esa tarde muriera.
Los otros tumores no eran operables, así que el destino tendría otra oportunidad intentando llevárselo más adelante. Pero comenzó a sentir un calor en el pecho, una llama que le dio alegría, fuerzas para seguir, para recuperar tiempo perdido, para luchar contra sus errores.
Pensó toda la tarde por donde o como empezaría al otro día, para comenzar una nueva vida.
Se distrajo con la televisión, un programa de chimentos le hacía un reportaje a Ricardo Fort, iba a visitar a su amigo Matías Alé, la casualidad hizo que éste estuviera dos pisos por encima de su habitación, seguro que tendría mejor vista que él desde ahí pensó.
Se tomó la pastilla de que le dio la enfermera del turno noche y se acomodó para dormir, esta vez sin pesadillas se prometió.
El médico estaba perplejo y feliz al mismo tiempo le dio le alta temprano. El pensaba que abriría y no iba a encontrar algo, para su asombro lo encontró enseguida, por eso fue una corta operación. Ni las tres tomografías pudieron verlo, a los otros tumores inoperables sí, pero éste era un fantasma que lo atormentó con dolor durante dos años. Lo bueno es que ya no usaría más el bastón, símbolo de su incapacidad para encontrar el equilibrio y la paz entre la mente y su cuerpo. El maldito estaba sobre el ísquion y el nervio ciático, evidencia de los maléficos que se estaban poniendo en expandirse por su cuerpo. Pero lo que no sabían era que ahora más que nunca se defendería con todas sus fuerzas contra su propio cuerpo que lo traicionaba de esa forma.
Le agradeció al Dr., saludó con cariño a las enfermeras amorosas como lo hacía en cada operación que tuvo en su pueblo. Pasó por administración del instituto para decirles una vez más, que cuando tomen vacaciones vayan a su paraíso, a su ciudad, entre las montañas y lagos. Se despidió de todos y salió a la calle.
Inspiró profundamente el aire caliente y miró el cielo azul de Buenos Aires, comparándolo con el azul de su bosque.
Cuando comenzó a caminar por la senda peatonal para poder cruzar el paso nivel del tren, unos gritos y varios periodistas salieron de la nada con sus camarógrafos y comenzaron a aturdir a Ricardo Fort con preguntas, que justo salió casi detrás de él. Se paró a mirar un momento la escena que le resulto graciosa cuando escuchó a Fort decir su clásico...¡Basta chicos!, impostando la voz para hacerla mas grave. Se rió de eso voz rara, inventada, cuando el colectivo 152, ese mismo que lo llevó por todos lados en las peripecias que sufrió en la ciudad grande lo elevó por los aires varios metros por la intensidad del golpe.
Una mujer chilló, un hombre pedía por un médico y el chofer decía desesperado, “se me cruzó, no lo vi”. La sangre goteaba sobre el empedrado, los adoquines teñidos de rojo lo abrigaron del súbito frío que tenía su cuerpo. Quiso ver la foto de su hija en el celular por última vez, pero estaba destrozado igual que el, unos metros más lejos.
Antes de morir escuchó a Fort histérico decirle al mastodonte tatuado de su guardaespaldas...¡Evácuenme! ¡Evácuenme!
Karma.