miércoles, 13 de noviembre de 2013

NOVENA



No era otra cirugía más. Era la número nueve. Esta vez lo operaban entre dos médicos, su cirujano ya no se animaba a operarlo solo. Otro viaje, más papeles para llenar, trámites interminables. Pero tenía un alojamiento cómodo adonde iba. Esto le daba tranquilidad, paz momentánea.
En la cabeza tenía mil cosas para pensar, cada operación era casi una despedida, desde el miedo de quedar en silla de ruedas, hasta la cercanía de la muerte como ya pasó en otras oportunidades en la camilla del quirófano.
No sabía como quedaría, nadie le daba respuestas a eso. Solo ver la evolución de la enfermedad. Esta no era mortal, pero si eran mortales los riesgos que corría en la clínica.
El viaje era largo y tedioso, aunque era cómodo el auto, los dolores se hacían insoportables. No lo demostraba en la cara, estaba acostumbrado a esconder las emociones. Y con el dolor hacía lo mismo.
Siempre que viajaba llevaba un par de libros de criminología, que nunca leía. No porque no tuviera tiempo, cambiar de ciudad aunque sea por unos días, le activaba la mente de tal forma, que sus neuronas se dedicaban exclusivamente a registrar todo lo que veía. Tenía la obsesión de observar todo a su alrededor, hasta los mínimos detalles. Los edificios, la gente, los autos.
De las personas veía, como iban vestidas, los gestos, escuchaba lo que decían y lo que decían a través de sus movimientos. Esto era lo más importante. Lo que escapa al común de las personas. El movimiento de los labios al hablar, las manos, la postura corporal, el movimiento del pelo. Todo lo que querían ocultar.
Con los autos tenía más bronca que otra cosa. Veía como conducían y no faltaba oportunidad que puteara a algún conductor que frenaba sobre la senda peatonal, estacionara en una esquina y lo que más le enfurecía, era ver autos estacionados sobre la zona de discapacitados. El podía, pero algunos ineptos no le dejaban, el bastón a parte de ser un sostén le permitía tener un poco de “respeto” por los conductores. Pero esto no era así. Un poco más y tenía que pasar corriendo con el bastón para que no lo pisen. Muchas veces tuvo ganas de partirles el parabrisas a bastonazos, pero el que iba a ir preso sería el. Ni hablar de que la gran mayoría de infractores, eran mujeres. Ni una pizca de sensibilidad para con los discapacitados pero esto era algo típico de las ciudades grandes con infinidad de autos, camiones, colectivos, bicicletas de contramano etc.
Lo que le fascinaba eran los edificios, mirar su estructura, su diseño, algunos tenían tantos años como la ciudad. No podía sacar fotos porque no tenía cámara, pero todo quedaba registrado en su mente.
Muchas veces se imaginaba los lugares y en su mente construía escenarios de distintos tipos. Tenía una capacidad innata para ver situaciones antes que sucedan, se anticipaba. Podía darse cuanta si iba a suceder un accidente, un choque, los movimientos de las personas al andar. Esto muchas veces le salvó de que lo arrollara un auto, un colectivo, una bicicleta.
Su cerebro creaba un sin fin de posibilidades. No tenía noción de lo que sentía o pensaba, era automático. Esto lo abstraía un poco de lo que iba a suceder en pocos días. El ritual de siempre.
Internación, espera tediosa. Miedos. El ir y venir de enfermeras. La bata de cirugía que odiaba, porque le daba vergüenza. Sufrir a algún compañero de habitación y las innumerables visitas que con risas charlas le ponían de malhumor. El quería silencio y tranquilidad mientras esperaba su destino. Este era esquivo, era en lo único que no podía anticiparse.
Esperando que la enfermera entre para ponerle suero y prepararlo para el cuchillo.
Y la consabida, —bueno, es tu turno.
Subirse a la camilla, pasear por ese pasillo angosto lleno de gente extraña que te mira pensando, ahí va otro al matadero.
Entrar al quirófano, pasar a la otra camilla. Monitor cardíaco en el dedo. El bip bip, no lo tranquilizaba y  el aparato sonaba más rápido. Se acordaba del lago, del agua cristalina y de su hija. Eso lo tranquilizaba. Siempre le decía la anestesista —hola soy la anestesista que te va a dormir.
Le ponían la epidural, que casi siempre necesitaba tres o cuatro pinchazos dolorosos en la espalda. Después decía ahora viene la anestesia, en unos segundos vas a ver borroso.
Cuando ya sabía que la obscuridad iba a entrar en sus ojos. Se encomendaba al destino y tres palabras se formaban en su mente.
Te amo hija.