miércoles, 15 de julio de 2020

ÉL


Me pregunto si Caronte estará ansioso de llevarme al inframundo. Yo lo imagino en su barca, apoyado en su remo, golpeando rítmicamente un dedo huesudo contra la madera, creando un eco terrorífico, pero por demás hermoso, soñando con mis monedas.
El pago bien será dado. No soy de tener deudas. Ni quisiera que esta vez sea la primera. ¿Quién sabe dónde podría terminar? Es de seguro que estará contando los segundos que faltan para llegar a este muelle antiquísimo y cobrar su pago. Pero me intriga ese momento. ¿Me preguntará algo? ¿Acaso seré yo el interrogador? Pero seguro que el encuentro, breve o largo, será intenso.
Veo a lo lejos una luz pequeña, que va creciendo de a poco, como un faro. Se hace más intensa la luminosidad, ahora puedo ver las sombras del abismo ante el cual estoy parado, ansioso. No tengo miedo ni espanto. Ya lo dijo el Dante -"Dejad toda esperanza los que aquí entraís".
Ya diviso la silueta que ha de ser él. Una farola colgada en la proa de la barca es la que marca el camino, formando sombras de las almas perdidas en las paredes cavernosas. Siento un escalofrío recorrer mi espalda. Mi mano en mi bolsillo, los dedos revolviendo buscando el pago. Que alivio encontrar las monedas requeridas.
El faro se acerca dándome su luz cálida de lleno en mis ojos. Los entrecierro y mi mano con sus monedas tintineantes intentan tapar ese increíble fulgor.
Un ruido de entrechocar madera, la barca ha atracado. Se oye rechinar de dientes. Una sombra cae sobre mi y un frío intenso cala mis huesos.
Estiro mi mano con las monedas y levanto la mirada al barquero.
Oh, es él.
Caronte.

jueves, 18 de junio de 2020

IMPERFECCIÓN DEL AMOR PERFECTO EN PROSA



Hoy escribo para no morir. Porque tengo esa necesidad ante la majestuosidad que miro, de permanecer en la mente de un amor. Alguien que recuerde mis ojos y la cantidad de veces que la hice reir. Que acurrucada en su cama por este frio invernal, recuerde mis brazos envolviendola y que ese calor del pasado la abrigue más que sus frazadas. Porque tengo la necesidad de "ser". La entidad del amor de pareja, que mis besos y abrazos la lleven al mismo lugar que estoy ahora. Que se sienta rodeada de bosque y pájaros en cada beso. Que sienta el vacío del estómago en cada abrazo, el mismo que siento ahora al mirar el horizonte lleno de montañas y nieve. Porque eso quiero ser, el día y la noche. La caricia y el cariño. La pasión y el compañerismo. La comida que te espera y la sonrisa que sabés que tendré al verte llegar. El amor no da ni toma, excepto de sí mismo. Porque el amor va más allá de fronteras, distancias, colores y miradas. Porque aún ciego podría leerte y enamorarme una vez más. Porque sordo aún me imaginaría en mi mente el sonido de sus besos y el color de sus abrazos y sentiría sus rizos en mi rostro. Porque el sonido de niños, propios y ajenos, me llenan más de amor que la soledad que hoy tengo. Por eso vengo aquí, a la soledad de la montaña, porque aquí al pensarte no me siento solo. Porque el amor no es soledad, el amor no sabe que lo siento. Él solo sabe que lo uso para darte forma, imaginarte, adorarte. No existen las imperfecciones, la perfección de una mujer está en el pedestal que la ponemos a pesar de esas pequeñeces que nos hacen distintos y le decimos imperfecciones. Solo el amor es real. Y ni él lo sabe. Nosotros, yo, le doy esa entidad al amor. Porque el significado de amar, es observar tus ojos, reflejarme en ellos y verme ahí, como tu me ves. Imperfecto, perfecto para tí.

Por eso no quiero morir y escribo para que me leas y eternices en tus propias risas, al recordar estas palabras. Que el amor es imperfecto, pero perfecto para su amor. Porque solo ese amor, verá lo que nadie vió.

Ga.

lunes, 13 de enero de 2020

EL 59


Ya ni recordaba cuántos años pasaron desde la última vez que la vio. Esa risa contagiosa, las eternas horas hablando de todo, de lo más profundo hasta lo más insignificante y superficial. Horas y horas de chat y webcam, así se conocieron, así se enamoraron. Ella era poeta y él adoraba leer lo que escribía en su blog. Eran muchos los ratones de Anubis que correteaban libres por su mente. Cuando se conocieron luego de muchos meses de charlas se dieron cuenta que eran tal para cual, eran las agujas de un reloj, que giraban hacia el mismo lado, de forma lenta y despareja, pero en perfecta sincronía de tiempo.
Años después siempre que volvía a Buenos Aires inevitablemente tenía que pasar por los mismos lugares que tanto habían caminado, de la mano, abrazándose y besos interminables que no les permitían llegar a tiempo a ningún lado. Y transpirados, dormían todas las noches pegoteados, el ventilador de techo del hotel no alcanzaba, muertos de calor por ese verano abrazador de baires.
Ahora se paraba en la esquina de la heladería Per Té y se quedaba largo rato mirando el cartel y recordando a su amor. En su mente la veía caminar con sus pantalones finitos de verano que delineaba perfectamente su cadera y a cada paso que daba con ese contonear de mujer madura la deseaba a muerte. En su cabeza solo aparecía ella, cada viaje que hacía, cada vez que el avión aterrizaba suspiraba de tristeza, estaba tan cerca y tan lejos de ella, solo en esos recuerdos ella vivía en él. Aún podía sentir el aroma de su perfume, cada vez que viajaba en subte sentía ese olor y se daba vuelta buscándola entre la gente, pero sabía que era imposible, estaba a miles de kilómetros y hacía años que había terminado todo.
Esa heladería era un faro en ese mundo de edificios que tapaban el cielo y los autos y personas que a veces tapaban los carteles de las direcciones, le servía de punto de referencia cuando el bondi lo llevaba a la clínica Alexander Fleming, ahí debía bajar, si o si tenía que buscar ese cartel. Ansioso, con miedo de pasarse y tener que caminar de más y perder turnos con los médicos. Y ansiedad de recuerdos. De extrañar oírla reír, esa risa estruendosa y contagiosa. De acariciar su pelo, esos rulos rebeldes, besarla, de mirarla al caminar. De acariciarla. Extrañaba verla fumar.
La distancia, no la edad. Los kilómetros. Verla sufrir con su sufrimiento. Ver en sus ojos y en su mente, si, leía los pensamientos de ella como un libro abierto, que era capaz de dejar todo e irse con él. Esa chispa de locura de amor, de saber que es el único amor verdadero que vas a tener en la vida, que te saca de la fantasiosa realidad en que vivís. Lo vio en sus ojos. Sintió como su mente trabajaba buscando la solución, la desesperación y el llanto posterior que llegó durante la madrugada mientras él dormía.
El sollozo le despertó.
Y la soledad de ella.
Fue cruel, si, lo fue. En realidad las palabras que le dijo fueron crueles, solo las palabras. En su pecho moría la sensación de pertenencia. Sabía que de ahí en más siempre iba a estar solo. Con otra mujer seguro haría su vida, pero seguiría siendo la sombra de ese amor. Siempre sería “solo”.
¿Para que destruir su vida ya armada, su familia, su trabajo? Por un amor al cual iba a tener que cuidar toda la vida, la enfermedad tarde o temprano no solo le iba a quitar la vida de una u otra forma, les iba a quitar el amor a ellos. Los iba desgastar, torturar, debilitar, desesperanzar. No quería que lo viera así, tan débil y sin fuerzas. Tan vulnerable.
Durante esos días a su lado tuvo felicidad, pero por las noches en su cabeza solo había sombras. La tristeza de saber de innumerables y eternas cirugías, clínicas, médicos, estudios y una vida corta y mala.
En ese instante que dentro de su pecho ya nacía la idea de irse y no volver, ella sintió ese quiebre en su corazón. ¿Cómo no iba a sentirlo si los dos eran uno?
Y ese fue el sollozo de ella que le despertó.
La realidad era irrefutable, las cosas que le dijo, que le abrieron los ojos fueron crueles. Le mostró en su cabeza como sería su vida.
Mejor sin él.
Y esa fue la última noche que durmieron juntos en ese hotel a kilómetros de distancia de sus hogares. Cada uno en el extremo opuesto del mapa.
Ahora cada vez que se subía al bondi 59 y cuarenta y cinco minutos de viaje después llegaba a la Avenida Cabildo y Céspedes, el lugar que le recordaba que el amor más profundo, es aquel en cual se da la vida por las personas que se aman.
A su lado ella no habría vivido. Siempre pensaba en su risa y sus rulos y le deseaba que sea feliz, en paz.
Un hombre de unos cincuenta años tomaba un helado en la vereda de la heladería, sentado en una silla que tenía mesa y sombrilla. Hacía calor en Buenos Aires. Estuvo largo rato, como si no quisiera irse. Se limpió el helado pegajoso de los dedos, miró una vez más la heladería y sonriendo como si recordara algo lindo, se levantó, tomó su bastón y se fue rengueando por las calles empedradas del barrio de Colegiales, hasta la clínica.