viernes, 16 de diciembre de 2011

OTRA CIRUGÍA

Eran las siete y cuarto de la mañana y ya tenía puesta la ropa de cirugía. Miraba el reloj a cada rato, no estaba intranquilo, estaba apurado. Necesitaba con urgencia le quitarán esos tumores, fuente de tanto dolor insoportable. La medicación era tan inútil como tomar aspirina, la codeína era moderadamente buena pero…produce adicción, está bien que era fanático de Dr House, pero ya se parecía demasiado por el bastón y su forma de ser, para agregarle el toque final de adicto a la codeína para ser su gemelo perfecto.
Las horas fueron pasando y la impaciencia se fue acrecentando, lo bueno es que mediante sus dotes de percepción pudo conseguir una habitación para él solo, al esperar hasta último momento mientras el enfermero preguntaba a los que pacientes quienes estaban para internación, al quedar último y observar al ingresar al pasillo que solo quedaba una habitación para hombres, sabía que esperando, sería para él.
Lamentablemente a la tarde, ingresaron a un señor de edad hinchado como un sapo y las consabidas mujeres molestas que acompañan a este tipo de pacientes, o sea: su mujer y su hija (ahora comprendió el acto que hizo el odontólogo Barreda).
Lo más patético fue tener que ver como lo llevaban al baño y mientras la mujer tenía la puerta apenas cerrada sentada en el piso al lado del señor en cuestión mientras éste soltaba toda la artillería durante…media hora, si mi querido lector, media hora. En un momento pensó que su karma no podía ser peor, era solo el principio.
Luego del catastrófico encuentro en el baño, las mujeres pasaron a hacer la consabidas alharacas al mismísimo pedo y hacer un picnic, obviamente olvidando que había otro paciente a dos metros del circo que habían montado.
Por suerte el viejo se complicó y tuvieron que entrar dos enfermeros a prepararlo para otra cirugía, se notó la molestia en ellos al tener que usar tres maquinitas de afeitar de hoja para poder afeitarle el vientre, parecía que se había comido una pelota de básquet…y al entrenador, en un momento temió que saliera un alien de ahí dentro o la mismísima Sigourney Weaver.
En fin, se lo llevaron a las 22 y no volvió más. Pudo descansar y dormir temprano sin sobresaltos. Cada tanto la enfermera bonita entrada en carnes revisaba su suero. Estaba cansado, el paso por quirófano no fue lo esperado.
La cirugía fue más traumática que la última vez, o quizá más tragicómica. Lo prepararon en la camilla del carnicero, le pusieron los electrodos, el sensor cardiológico, la anestesista le puso la peridural y cuando ya tenía las piernas completamente dormidas llega el cirujano y les dice que la operación era boca abajo, la cara de las enfermeras era de incredulidad, la cual pasó a unas palabras hacia los dos cirujanos que no se pueden repetir, se dijeron mas chanzas y dardos envenenados entre ellos, el clima era distendido y risueño, se notaba que se llevaban excelentemente, con mucho esfuerzo lo dan vuelta entre los médicos y la anestesista simpática que tenía el pelo rojo furioso.
Cuando la operación llevaba algo de hora y media, se escuchó que el bip-bip del monitor cardiológico se salía de la tranquilidad pasiva que venía sonando hasta ese momento. Una orden imperiosa del médico que no pudo entender porque en ese preciso instante alguien le estaba poniendo la mascarilla, alcanzó a sentir el movimiento de las mangueritas en su brazo izquierdo, un calor penetrante en su antebrazo y luego, la obscuridad.
La anestesista le tomaba la presión, miro alrededor y reconoció la habitación, la presión saltó de 13 a 18, el corazón falló, el stress de la cirugía con anestesia local fue demasiado y su corazón lo hizo notar. Nada que una inyección de adrenalina y un masaje cardíaco no lograra superar. Le dolía el pecho, sentía las costillas de gelatina, una carraspera en la garganta inflamada por la intubación y un aneurisma en la arteria femoral mostrada en una eco doppler de urgencia.
Y todavía quedaba saber si podría recuperar la movilidad de la pierna.
El médico llega recién al otro día para quitar el drenaje y ver los resultados. La pregunta sin emoción, fue dicha al pasar.
-¿Y doctor?

jueves, 13 de octubre de 2011

RECUERDOS

Te juro que siento sus risas, es como que están clavadas en mis oídos, aunque solo es el eco del silencio atroz. Tal vez no fui lo que debería haber sido, pero tampoco fui lo peor que pude haberle pasado. ¿Me extrañará? Se acerca otro domingo, otra fecha para sufrir, podrían decir que soy masoquista, pero el dolor que hay en mí solo es una amarga letanía que me recuerda todos los días lo que no tengo. Pasan días, los días me pasan, hago fuerza, te juro que intento olvidarme que no está, pero eso es tan imposible como pedirme que deje de amarla por la distancia que nos separa. Tal vez…tal vez.
Todo se resume al tal vez….tal vez si no hubiera hecho esto o aquello, con el tal vez intento darme cuenta que no está. Que pude dar lo mejor de mí y se lo di por supuesto, nadie podrá decir jamás que no le dedique todo mi tiempo…y mi vida entera. Solo los que sufren las ausencias saben de qué hablo, la ausencia…
Eso que hace que el reloj marque eternamente las horas, los días que pasan inexorablemente y me alejan cada vez más. Hasta que ya no exista el recuerdo mío en su mente. Cuanto más grande se hace…mas me entierra en su mente. Quizá fue mejor para ella, el tener que verme sufrir tanto, el no poder alzarla en brazos, el darle una vida triste a mi lado. Tal vez…tal vez fue mejor así.
Inútil no pensarla, cada día que pasa aunque ponga mi mente en blanco, basta con mirar a mí alrededor y las fotos me la recuerdan, su ropa, el vacío de mi habitación que alguna vez acunó su sueño. No soporto ver las fotos, sabiendo que ya no es como en esas imágenes, ahora debe ser más grande, más linda, más inteligente, más nena.
La enfermedad es una tortura, saber como terminará y no poder hacer nada al respecto, pero si puedo hacer por ella, protegerla con pensamientos lindos, recordarla como era tan bella y mimosa, acariciarla con mis besos y abrazos al aire, para que le lleguen en algún momento. Guardar todo lo que escribo en una caja, para que el día de mañana pueda leerme y ver todo lo que escribía mientras la pensaba, mi legado para ella. Un tesoro.
El golpe en la arena me despertó, la silla se había torcido y con el peso se fue enterrando más de costado en la arena. Inevitable reírme por lo sucedido, mientras mi hija me miraba desde el agua con esa mirada tan particular que tiene entornando los ojos.
-Maaa, ¡papá se cayó otra vez de la silla!
-y bueno hija, él siempre está soñando, dejalo que ya aprenderá.
¡Era un sueño! Jajaja, que estúpido soy. Bue, me hago otra siestita mientras mi hija retoza feliz en el agua.

viernes, 23 de septiembre de 2011

DOS AÑOS

Miraba como su hija dormía la siesta, en la casa reinaba el silencio a pesar de la música suave que se escuchaba de fondo, se maravillaba con la hermosura que era su pequeña, faltaba pocos días para que cumpla dos años. La levantó muy despacio para que no se despierte y la abrazó contra su cuerpo, la cubrió con su manta roja que tenía desde que había nacido y despacito para no perturbar su sueño, se fue al comedor para sentarse en el sillón, el calor de papá y el de ella se fundieron en uno solo, sonreía en sueños y fruncía el ceño igual que su padre. La piel era tan suave que era imposible no acariciarle el rostro mientras el sueño le daba esa expresión de tranquilidad muy común en los niños.
Lucía era lo mejor que le dio la vida, disfrutaba cada uno de los momentos a su lado, verla crecer era casi dolorosamente bello, era una nena muy independiente y vivía en el mundo de sus juguetes y libritos de cuentos en los cuales dibujaba con su crayones. Su papá estaba tan orgulloso de ella, que cuando la nombraba su corazón se estrujaba de amor. A pesar de los horarios de trabajo se hacía un tiempo siempre para pasarlo más cerca aún de ella. El vínculo que habían formado era tan fuerte que su hija presentía cuando su padre estaba por llegar a casa, se acercaba a la puerta esperando que se abriera y la sonrisa más hermosa que tenía se la regalaba cuando entraba.
Eran felices, los años pasaron, la nena fue creciendo. Los estudios escolares fueron terminando, casi sin darse cuenta el tiempo pasó tan rápido que se vio sosteniendo sus nietos en brazos y los abrazaba igual que a su hija décadas atrás. No podía quejarse, la vida había sido hermosa en familia y los últimos años de vida las pasaba feliz con sus nietos, la familia se agrandó, lo que siempre soñó tener lo había logrado. Una familia numerosa que lo rodeara de afecto, mimos y abrazos.
Un día se acordó de unas fotos guardadas en una caja y las buscó para deleitarse con el pasado, en las fotos se veía a una Lucía bebé riendo, haciendo caritas, estaban las fotos de su primera papilla y la cara de desconcierto y desagrado por el gusto del alimento. Las manos arrugadas del anciano acariciaban en la foto, el rostro de su bebé, ahora una mujer exitosa en su trabajo y feliz con su propia familia. Cuando terminó de mirar las fotos, guardó otra vez la caja arriba de su ropero y se recostó en su futón a ver una película tapado con la manta roja de su hija, a pesar de los años, la seguía teniendo en perfecto estado.
Tuvo un sueño hermoso, soñó con bosques y lagos, con veranos en familia, asados y comidas con su hija, soñó con la entrega de su diploma del secundario y de cuando se recibió en la universidad. La primera vez que tuvo a su nieto en brazos y cuando éste dijo abuelo por primera vez.
Se despertó agitado, unas lágrimas rodaban aún por sus mejillas, cuando se dio cuenta donde estaba, las lagrimas se convirtieron en un río tempestuoso y el sollozo comenzó a brotar de su garganta.
Todo había sido un sueño, un cruel sueño de lo que nunca sucedió. Lo único real era la mantita roja que estaba a sus pies, con la cual antiguamente tapaba a su beba en la cuna para que durmiera abrigada.
Trató de dormir para poder continuar con ese sueño hermoso, donde todo era perfecto, pero ya no pudo. Toda su vida intentó soñar nuevamente ese sueño, porque era “real” podía sentirlo, podía sentir el amor que había en familia.
Jamás lo logró.

sábado, 6 de agosto de 2011

ADRENALINA

Bajó la pistola de su escondite, le colocó a la vieja y pequeña Bersa el silenciador casero que había fabricado hace años, pero que siempre fue útil, a pesar de no ser tan silencioso como los supresores sónicos modernos, cumplía su cometido de forma excelente.
Luego de dar las ultimas miradas al arma, puso un blanco en la pared y comenzó la metódica tarea de ir centrando su puntería, hacer agrupaciones casi perfectas. Luego de media hora, desarma y limpia completamente el arma, le pone una carga completa de balas a su cargador y guarda el arma cargada en un bolsillo de su campera.
Con tanto frío por el invierno podría llevar un Fal tranquilamente dentro de su camperón de invierno que nadie se daría cuenta y también se podría decir que la policía era tan ineficiente que aunque saliera a pasear arrastrando un cañón por el medio del centro, seguro que no lo notarían.
Así que se sentía muy cómodo y seguro, la presión de la pistola calibre 22 cobre sus costillas le daba la sensación de tranquilidad,
Encaminó sus pasos hasta el barrio bien conocido por él, se tomó el tiempo de investigar sobre los vecinos, negocios y locales importantes de la zona, para tener un punto de vista si el lugar era transitado y por que tipos de personas. Todo le servía para poder lograr un perfil sobre lo que debería hacer y de esta manera estar preparado ante cualquier eventualidad.
Al llegar a una cuadra de la casa, mete la mano en su campera y amartilla la pistola, no escucha el click característico, pero si lo pudo sentir en la vibración de su pulgar, una sensación casi de placer recorrió su espalda, inspiró una bocanada de aire por la nariz, profunda y lentamente la adrenalina se apoderó de su cuerpo. La dejó recorrer unos segundos por el torrente sanguíneo y luego se concentró para encaminar esa energía hacia su cerebro, la claridad le golpeó la mente, la intensidad con la que podía sentir mejor las sensaciones acústicas le sorprendían siempre. Casi podía sentir la precognición de lo que sucedería, esto era lo que pasa cuando la adrenalina hace efecto sobre el organismo y se sabe como usarla.
Sabía que la puerta de entrada estaría cerrada por eso entró por el costado hasta llegar a la parte trasera de la casa, el perro no estaba, la rutina del día le decía que estaría en algún lado con el paseador de perros. La puerta era de tambor, la más fácil de abrir, sacó una pequeña fresadora de su bolsillo con la que hizo un agujero en el tambor de la cerradura, ultra silenciosa hizo su trabajo en tres minutos. La puerta se abrió sin ruido, sacó su arma y entró.
Era una mujer la que dormitaba en el sillón con el televisor encendido, se podía escuchar el programa de los obesos y su pesaje. Le causó gracia ver a la mujer desparramada como una foca en su sillón y viendo cuestión de peso, en vez de que su perro saliera a hacer ejercicio, debería hacerlo ella.
Despabiló su mente, apoyo el caño de la pistola en la sien derecha de la mujer y esperó que abriera los ojos, al hacerlo ella, apretó el gatillo una sola vez. La cápsula saltó fuera de la cámara por el agujero de la corredera, la uña extractora excelentemente aceitada la envió al lugar en donde ya la mano enguantada del hombre estaba esperando para pescar al vuelo la vaina expulsada. Guardó su arma y se fue por donde entró.
El trabajo estaba hecho.

jueves, 28 de julio de 2011

LA ULTIMA CENA

Las sospechas le carcomían el alma, su cuerpo maltrecho le impedía trasladarse solo, continuamente necesitaba de ayuda para poder realizar las cosas de la casa. Pero el dolor que sentía nacer en el pecho no tenía nombre, hacía días que presentía como serían las cosas, no era la primera vez que le pasaba, pero si sabía que sería la última. Con una mirada que cualquiera catalogaría como de sátiro, comenzó a recorrerla lentamente, le miraba los pechos grandes, pesados y los pezones duros como rocas, ella se hacía la desentendida, pero sentía muy bien los ojos del hombre sobre su cuerpo.
El amor que sentía por ella se había transformado en el odio más profundo y absoluto de la tierra, se sentía asqueado, torturado, humillado y oprimido por aquella mujer. Esa mujer a la que había elegido para pasar los últimos momentos de su vida. Esa mujer que había entrado en su vida como un suave suspiro y ahora la veía convertida en un ventarrón, asquerosa y sucia de indiferencia. Cobardemente escondida tras palabras rebuscadas y aprendidas de memoria, pero incapaz de enfrentársele con el corazón en la mano.
Pero ya lo tenía todo planeado, días atrás lo decidió, el fin era inevitable y pensó, “si no es mía, no será de nadie”.
Buscó la pistola de su ropero, reviso una por una las balas, con la cara llena de satisfacción se sentó a la mesa a comer.
Esperaría la oportunidad justa, antes del postre, le daría su merecido y bien merecido que se lo tenía la maldita perra -murmuraba en la mente el pobre diablo.
Los tallarines con salsa estaban como siempre, horribles, la mujer nunca había sido capaz de aprender a cocinar, estaba más acostumbrada a tener lacayos a su alrededor, que primero los engatusaba con lindas palabras para después transformarlos en esclavos, sin dar nada a cambio. Así que era una completa inútil en la cocina, pero sabía limpiar la casa, o las pelotudeces que tenía en la casa.
Era un pobre tipo, se le notaba como rebuznaba mentalmente, cualquiera que lo viera sentiría pena por él, era un ser patético, léase su definición: Que provoca piedad, pena, u otro padecimiento moral por simpatía; Que provoca desdén o desprecio, en especial por su incapacidad.
Todo esto era aquel hombre, pero la amaba tanto, hubiera dado su vida por ella, hubiera preferido quedarse ciego antes que le pasara algo. Pero ahora era distinto, exudaba odio por los poros y mucho desamor.
Mientras terminaba de comer, en su mente se iba imaginando como le diría lo que iba a sucederle, se reía de furia por dentro, pensando en su cara cuando viera la pistola apuntándole entre los ojos, esos ojos hermosos que ella tenía. Mientras devoraba el segundo plato, intentó concentrarse más en sus pensamientos, podía ver cada paso y cada palabra que le diría, escupirle a la cara que sabía lo de los otros hombres y que se reía de su incapacidad física a sus espaldas. Pero que él era mucho más hombre que todos esos, lo era y lo sería demostrándoselo metiéndole una bala en la cabeza. Porque ella era la que terminaba perdiendo, se perdió un hombre que la supo amar a pesar de sus imperfecciones mundanas, esas impurezas que ella no veía en si misma, pero que le marcaba a el hasta el hartazgo. No podía negar la inteligencia de esa mujer, nunca lo hizo, pero su frialdad podía matar el amor de cualquiera y así fue, a pesar de su amor, prefería estar muerto antes que seguir arrodillado ante ella a cambio de una pizca de amor, cuando ella tuviera ganas de dárselo.
Y quiso seguir pensando en todo lo que le diría en su cara, le diría tantas cosas, pero la mente se le iba embotando, quizá era la medicación para el dolor, la morfina que le daban casi no hacía efecto y a veces andaba atontado por la vida por las drogas consumidas.
Cuando se dio cuenta lo que sucedía, se rió, o eso es lo que creyó, ya que de su boca no salió ningún sonido.
La mujer lo miraba atentamente desde la otra punta de la mesa, sus uñas largas e inútiles tamborileaban sobre la madera. Caprichosamente se fue incorporando hasta estar de pie ante él.
-¿Rica la cena papi? –le pregunta con voz melosa de gata.
El veneno hizo su trabajo, el pobre tipo estaba tirado sobre su silla como un muñeco de trapo, con los brazos colgando como desencajados. De la comisura de su boca apenas se veía un hilito de baba. Las últimas palabras que pasaron por su mente fueron: que mujer inteligente, pero tan fría. Y murió.
Acomodó los platos en la batea y esperó que el agua caliente haga el trabajo de borrar todas las huellas de la comida. Nadie podría culparla porque él haya querido suicidarse al no soportar tan terrible enfermedad que lo aquejaba. En realidad varias personas luego le dirían, lo hizo para que vos no sufras más, porque no soportaba verte abatida de cansancio al cuidarlo. Y ella como se reiría para sus adentros y disfrutaría tanto ser la viuda triste. Tendría la atención de muchos hombres.
Terminó de limpiar todo, acomodó las cosas y tomó el teléfono.
-Tengo un ratito libre, ¿querés que vaya? –dijo melosamente con voz de gata, mientras se acomodaba los pechos grandes y pesados dentro del corpiño.

miércoles, 27 de julio de 2011

EL ADIOS

Se dio cuenta que era inútil resistirse, al enterarse realmente sobre su enfermedad bajó los brazos, prefirió alejarse de todos, no tenía sentido descubrir más sobre lo que le pasaba a su cuerpo, aunque realmente si se ponía a pensar ya no existía para nadie. Malos tratos y soledad acostumbraba a tener, quizá se lo merecía.
Tal vez debería ser así, alejarlos para que no sufran por su culpa ¿quién podría decir lo contrario?
Tomó sus pocas pertenencias y las puso en cajas para que quede todo ordenado, se tomó un café caliente como hacía mucho no probaba uno. Al abrir la puerta de su cabaña, el aire helado le golpeó el rostro arrancándole una lágrima friolenta de su corazón. Hinchó su pecho a tal punto que crujió la tela de su camisa, se aseguró que todo quedara bien cerrado, pasaría mucho tiempo hasta que notaran su ausencia.
Los pasos por el sendero eran lentos y medidos, se estaba despidiendo del bosque, los árboles movían sus brazos saludándolo, prometiéndole con sus hojas darle protección durante el invierno, pero el ya no los necesitaría.
Las piedras le dificultaban el andar, la arenisca de la playa se le metía entre las zapatillas, se sentó un momento y luego de pensarlo bien se las quitó y pudo disfrutar el placer de estar descalzo. Sacó de su bolso un pedazo de pan, tenía por costumbre hacer pan casero aunque no hubiera nadie que lo degustara con él. Era cuestión de soledad, se sentía menos solo si cocinaba mucho. Mientras hincaba el diente en la masa tierna que aún estaba tibia, las olas de la playa se fueron encrespando, un viento comenzó a soplar hacia la costa. Una pequeña ola juguetona explotó contra una gran roca y la llovizna le cubrió el rostro. El placer se notaba en todo su cuerpo, se estremeció pero no de frío, era un temblor de amor, de recuerdos. Siguió comiendo su vianda, un poco de té de frutos rojos del termo le quitó el frió de la cara. Los labios habían perdido el color sonrosado natural, sonrió y esa sonrisa le partió la piel seca y su boca comenzó a sangrar. Puteando la sangre que le impedía seguir disfrutando el sabor suave del pan, comenzó a quitarse la ropa lentamente y de un solo impulso se lanzó de la roca hacia las aguas del lago.
El shock del agua fría le recorrió cada milímetro de su piel, lo paralizó a tal punto que por unos segundos larguisimos no pudo respirar, y miles de agujas se clavaron en su cuerpo, si alguien hubiera pasado en ese momento a metros de distancia, el viento les hubiera llevado varios insultos sobre lo fría que estaba el agua de mierda. Sumergió su cabeza para poder ver debajo de él, pero el agua helada le apretó la nuca como una tenaza de la cual ya no pudo soltarse. Su pecho antes fuerte y vigoroso, ahora estaba sin fuerzas por el prolongado reposo y ya no pudo levantar la cabeza y respirar.
Y así terminó todo, la profundidad le reclamó su cuerpo, mientras se hundía sus ojos se iban cerrando lentamente, su corazón dejó de latir y el aire terminó de consumirse, no hubo desesperación ni estertores finales, solo una súbita calma. Mientras descendía en la obscuridad absoluta del olvido, su mente aún vagaba por la playa y su último pensamiento fue sobre un trozo de pan a medio comer olvidado en una roca.

martes, 17 de mayo de 2011

RIE, PAYASO




Triste y patético payaso que anda por la vida con una mascara blanca que cubre toda su humanidad.
Tal vez sea esa la razón por la que llora, cansado de viajar gira tras gira, desea un poco de paz. Quiere envejecer en un mismo lugar.

La familia del circo no era su familia, él quería una de verdad. Desde que tuvo uso de razón siempre caminando y jugando en la arena del circo, hijo de todos, pero nadie era su padre, se comentaba que un viejo cuidador de leones había encantado a una joven equilibrista. Pero jamás se sabría la verdad y el tampoco quería conocerla. No era feliz siendo hijo de nadie. De niño era tímido e introvertido, más fascinado por observar a las personas que por aprender los gajes del oficio circense. Al cumplir los seis años le dieron una escoba y una pala para limpiar la jaula de los leones y así lo hizo durante años sin pedir otra cosa. Al ser mayor le agradaron los elefantes y pidió le dejen cuidarlos, estos eran hindúes y más dóciles que los africanos de orejas grandes. Pero al poco tiempo se desentendió con ellos por cuestiones que nadie supo. Quizá era porque veía su propia vida reflejada en los ojos esclavizados de los animales. Una noche que tenía libre y no debía cuidar animales, presenció el show, algo que no ocurría muy seguido, la vida detrás de bambalinas era mucha mas intensa que lo que pasaba en la arena del circo.
Esa noche había un payaso nuevo, recién llegado de la Alemania de la post guerra, un hombre fornido entrado en carnes ya, de avanzada edad, muy risueño en su carromato, hacía chistes que a pesar de la barrera del lenguaje todos festejaban, sus ademanes eran tan graciosos que no era necesario saber su idioma para comprenderle. Esto le fascinó, esperaba ansioso la presentación y reírse a carcajadas con sus payasadas. Pero eso no ocurrió, la escena comenzó a obscuras, una pequeña luz iluminó desde arriba la cabeza del payaso sentado en una silla enorme, desproporcionada, el hombre con traje de calle se fue desabotonando despacio su chaleco mientras cantaba "vesti la giubba" con emoción, al quedarse en camiseta se pone su enterito blanco de payaso, con botones que son pequeños pompones de lana roja, se enciende otra luz que descubre un mueble con un pequeño espejo redondo, se acomoda en la gran silla que le queda grande y comienza a maquillarse la cara de blanco, mientras "canta ríe payaso" una lagrima corre por su mejilla. El silencio de la gente era impresionante hasta que el payaso se desgarra la ropa y termina llorando abrazado a la silla, una explosión de aplausos, gritos y silbidos atronó la gran carpa. El muchacho lloraba en silencio, su cara era de piedra, pero por dentro un gran deseo surgió en ese momento, quería ser como él. Como ese payaso cansado, triste y patético.

sábado, 14 de mayo de 2011

PLAYAS DORADAS

Buscó a su amigo que tenía guardado, pero no en el olvido. Con un suspiro lo tomó y salió a la calle. Con vergüenza caminaba por sus calles, se sentía observado con curiosidad, pena quizá. Pero él no sentía pena alguna, solo el dolor insoportable que le impedía pensar correctamente. Rengueando apoyado en su bastón encaró al mundo, presentía que no tendría fin su dolor, su enfermedad era rara y desconocida, no había ningún tipo de cura y solo esperar que sus tumores crecieran para poder operarlos, pero luego de siete operaciones estaba muy cansado. Hacía tiempo se había entregado al dolor, lo aceptaba como parte de su vida, como levantarse de mañana y automáticamente cepillarse los dientes, bañarse y salir a trabajar. Pero cada día era una nueva tortura, un suplicio del cual ya no podía escapar ni mirar para otro lado.
Pero se acostumbró, era inevitable que las personas le preguntaran al verlo con bastón que le había pasado, él solo contestaba con una sonrisa dolorida tengo tumores “cosas que pasan”. Y lo miraban extrañado, ante esas miradas les respondía, “hay cosas peores”. Y seguí con su caminata, extrañaba los días posteriores a su última operación en Buenos Aires, a los siete días de operado se fue a la playa, se endeudó más aún para aquel viaje, pero lo necesitaba, quería sentir el mar una vez más en su piel antes de lo inevitable. Porque sabía muy bien como terminaría su historia, sus tumores se alojaban en los nervios, los envolvían apresándolos causando infinito dolor e inmovilidad de su pierna izquierda. Era solo cuestión de tiempo que empezaran a atacarlo más agresivamente. Por eso mismo se fue al mar, el sol y la arena de la playa sumando el placer de poder nadar en esas aguas lo revivieron, se sintió como años atrás, cuando no había dolores, médicos, operaciones ni viajes para que lo estudien como a un cobayo de laboratorio. Aún no cumplía los cuarenta años y se sentía de veinte años esos días. El sol le bronceo quitándole la palidez del rostro por las medicaciones y tratamientos inocuos que debía someterse, solo a modo de experimentación.
Pasó tres largos e interminables días de placer, donde se pudo abstraer de todo por un momento, con su flotador de rescate nadó hasta cansarse en el mar, todos pensaban que era un guardavidas más, hasta el cuerpo le cambió esos días, sintió debajo de la piel como sus músculos tomaban fuerzas y comenzó a vivir.
Las playas doradas le devolvieron las ganas de vivir, la esperanza que quizá el mañana era solo levantarse y afrontar todos sus dolores físicos y del alma con una sonrisa y salir de su casa con alegría mirando a los ojos a los demás, para que nadie así vea lo derrotado que se sentía. Muchas horas de meditación, repasar su vida una y otra vez, ver los aciertos y la infinidad interminable de errores que cometió y solo pudo pedir perdón mentalmente.
Pero el tiempo se agotaba, el dinero que no tenía también se terminaba y se tuvo que despedir de ese paraíso, prometiéndose que en algún momento podría disfrutar de ese lugar con su hija cuando fuera posible eso.
Al poco tiempo de regresar comenzó todo otra vez, dolores, médicos, inyecciones, medicaciones experimentales. Los tumores habían vuelto.
Y nada. Nada sucedía, los médicos solo se frustraban más que él ante la imposibilidad de darle algún tratamiento que diera resultado. La solución sería otro viaje, nuevamente a Buenos Aires, para sufrir una vez más el desarraigo de la distancia, de estar en una ciudad desconocida, rodeado de gente, esperas interminables, viajes y decenas de estudios.
Su mal humor era evidente, el dolor que sentía lo tenía en continuo estado de alerta y hosco por el esfuerzo al resistir las agujas calientes que le quemaban por dentro. Era inevitable que su estado de ánimo fuera malo, arranques de mal humor, depresión absoluta, pensamientos suicidas. Todo eso y más cosas se le sumaban, pero nadie le comprendía, ni siquiera en su trabajo que cada vez descuidaba más. A veces le preguntaban ¿qué te pasa que tenés esa cara? Y no sabía como responder. No sabía si contestar que se estaba muriendo de dolor o decir que estaba cansado. Optaba por lo segundo. Aún tenía compañeros de trabajo que ni sabían de su salud delicada, ni de sus operaciones y se sorprendieron de verlo con bastón y lo tomaron como si fuera un vago que no quiere trabajar. En momentos así era cuando más odiaba su vida, su trabajo, la gente que lo rodeaba. Y no veía ninguna salida en ese túnel largo y angosto que el llamaba vida.
Desearía ser como los demás, poder disfrutar de andar en bicicleta, en moto, caminar, correr, ir al gimnasio. No tomar calmantes para epilépticos, ni que le inyecten durante una semana completa todos los días calmantes más fuertes para poder aunque sea no llorar por el dolor.
Toda su vida cotidiana giraba en torno del dolor. Siempre pensaba en como hubiera sido si esto le hubiera pasado en la época medieval, donde ni existían los médicos como lo son ahora. Por suerte su obra social cubría muchos gastos, pero no lo de los viajes a centros médicos más especializados. El último viaje le costo mas de catorce mil pesos, para estar solo un mes ahí.
Todo esto hizo que se borrara de su mente las playas doradas y el paraíso que supo encontrar ahí en tres días. Solo quedaba el sabor amargo de la derrota, la derrota que su propio cuerpo le supo dar y que él no pudo superar. La soledad y la tristeza lo opacaron, le quitaron el brillo de sus ojos y quedó un saco vacío en el cual no se podría llenar nunca más.
Ahora solo quedaba realizar lo que le sugirió el médico, viajar una vez más y tramitar licencia por discapacidad.
Tenía treinta y ocho años y ya era un discapacitado.

miércoles, 16 de febrero de 2011

COUSTEAU

El viaje lo comenzó a los once años, cuando deseaba ser como Cousteau, para poder nadar y bucear en las profundidades de su mar. Claro que todo esto era en su mente nada más. Ya cuando tuvo edad se preparó en la natación y deportes acuáticos. Pasaba mucho tiempo nadando en ríos y lagos cerca de su ciudad. Ya mayor, pudo realizar su sueño, hizo el curso con Prefectura Naval Argentina y se recibió de buzo, el placer era muy grande, el placer de ser lo que siempre quiso ser en la vida, como Jacques Cousteau. Se cansó de realizar incursiones en sus lagos y ríos, la diferencia era en que estas aguas eran de montaña, frías por su condición de deshielo. Entrenado al máximo, no había nada que no pudiera hacer, aguantaba casi cuatro minutos la respiración, bajaba a cincuenta metros de profundidad en apnea con sus propios medios, sin nada mecánico que le ayude a bajar ni a subir, la propia fuerza de sus brazos, piernas y pulmones le permitían, claro que los récords mundiales duplicaban estos números, pero el solo lo hacía jugando, por puro placer.
Llegó el tiempo de partir. Armó sus bolsos, pagó las cuentas y dejó sus papeles en orden. Llegó a Puerto Madryn en donde ofreció sus servicios en las operadoras de buceo, alquiló una casa cerca de la playa para no perder tiempo en llegar al mar. El primer buceo lo hizo solo, lo necesitaba, era la primera vez que veía el mar, en vivo y en directo, ya no era por la tele como en los documentales, lo maravillaron las olas que iban y venían, no se sabe cuanto tiempo estuvo mirando fascinado por el oleaje. Tomó su equipo y lo revisó nuevamente, se puso su traje de neoprene nuevo ya que el que usaba en la cordillera era muy grueso y en el mar no se necesitaba tanto abrigo. Se quita su gorro de lana rojo (igual que el que usaba Cousteau), entra al agua con sus dos botellones de aire flotando en el agua, la espuma del agua lo desoriento un momento, no podía ver nada debajo de la superficie, no era como su lago transparente, desilusionado se coloca los tubos en su espalda, comprueba una vez más el aire, no usaba chaleco compensador, Cousteau no usaba, el tampoco lo haría y no existía alguien que le dijera lo contrario. Se adentró nadando despacio y ya unos metros mas lejos pudo mirar y maravillarse por lo que su máscara de buceo le mostraba debajo de él. Algas, peces y coral lo poblaban todo, después de estar bastante tiempo sumergido, abstraído del mundo en su medio acuático, un tirón en su botellón de aire le causó pánico, lo primero que pensó en ese instante era que un tiburón le había dado una mordida al tubo, inmediatamente sacó el cuchillo afilado como bisturí que llevaba siempre consigo, aunque el cuchillo no era de buceo era el que usaba el grupo especial Albatros de Prefectura, este le daba mas tranquilidad que cualquier cuchillito de buceo que solo servían para abrir almejas. Una sombra paso veloz por un costado, esto le dio tiempo para ponerse en posición de esquive y apuntando el cuchillo en esa posición espero la embestida del monstruo. Grande fue la sorpresa al ver que el tiburón se había transformado en una hermosa lobita marina que se le acerco hasta la cara para olfatear la máscara. Tuvo que frenar la risa para que no se le caiga el regulador de la boca, lo que pensaba podrían ser sus últimos momentos, se convirtieron en momentos de gloria y diversión. La lobita por demás curiosa y simpática jugaba a las escondidas con el buzo, daba vueltas y vueltas y luego desaparecía, se volvía loco buscándola y no la veía, hasta que sentía un golpe en la cabeza y era ella que le golpeaba con una aleta, podría jurar que creía verle una sonrisa burlona en su cara llena de bigotes. Y así estuvieron largo rato, se dio cuenta que el juego terminaba cuando el animal se quedo en la superficie mirándolo un rato y con un resoplido se fue.
Así fue su primer contacto con el mar, maravillado y conmovido, pero eso no sería todo lo que viviría ese día.
Con los botellones vacíos tuvo que comenzar a nadar hacia la orilla, tanto descubrir y tanto juego lo había alejado mucho de la playa, la costa se veía lejísimos, pero esto no le asustaba, estaba acostumbrado a las experiencias extremas y siempre salió airoso de todas. De pronto sintió el peligro, tanto tiempo nadando en lugares peligrosos le sensibilizó los sentidos a tal punto que podía sentir los cambios de presión en el agua. Cuando miró por debajo de él lo que vio le hizo erizar la piel y no de frío, una masa enorme como torpedo apuntaba a él, automáticamente se quitó los tubos de la espalda, inspiró profundamente y se sumergió rápidamente para escapar del tiburón blanco, el perfecto asesino del mar.
El terror le duró unos segundos, en la profundidad en apnea estaba en su mundo y tenía completo dominio de su mente y su cuerpo, por lo menos cuatro minutos era lo que tendría para decidir su vida, su única oportunidad de poder sobrevivir. Sabía que la forma de atacar del tiburón blanco era dando vueltas alrededor de su presa y en el último instante con un coletazo potente atacaba de frente, la otra forma era atacar como un misil desde abajo. Tenía que prevenir esas dos opciones que usaba el blanco, el primer ataque lo hizo de frente, alcanzó a hacerle un corte con su cuchillo en la cola, lo cual fue mala idea ya que enfureció al escualo. Comenzó a sentir la falta del aire en su pecho cansado, los reflejos empezaron a fallar en la desesperación por el aire. El tiburón se preparaba para el ataque final cuando una sombra pasa por delante distrayendo un segundo al tiburón, esa fue su oportunidad, se movió a un costado y el cuchillo se clavo en su vientre haciendo un gran tajo por el cual las tripas se fueron escurriendo. Con prisa comenzó el retorno a la superficie, nunca fue tan exquisita una bocanada de aire como en ese momento. La lobita sale a un metro de distancia de él y resoplándole feliz y contenta se va mar adentro.
Agradeciéndole en silencio la ayuda, comienza a nadar hacia la orilla.

miércoles, 26 de enero de 2011

CIRUGIA FATAL

Le dieron una bata y unas esponjas antisépticas para bañarse. No recordaba si era la 6º o 7º operación, ya no le daba importancia. Una enfermera apareció luego del susodicho baño, tomó la temperatura que estaba normal, presión 13-8, para ser hipertenso era una buena señal de que estaba tranquilo. Pensó mucho, hasta dejó un nuevo testamento (como todas las veces) dejando las pocas pertenencias terrenales a su hija y sus escritos (los cuales deberían ser entregados al cumplir los 15 años para poder leer el legado paterno), el mobiliario y demás cosas a la madre, quizá a ella le sirvieran para vivir más cómoda con su hija (ya que apenas podía enviar dinero).
Comenzó a pensar en la gente que perdió, las personas que murieron y las que lo dejaron por su propia voluntad.
Solo había una persona por la cual se arrepentía de sus alejamiento, y eso le pegó más fuerte que la misma realidad de verse sentado sobre una camilla, intentando no llorar por los recuerdos. En ese mismo instante entra el camillero, a la pregunta de cómo se sentía, el paciente solo contestó “apurado” y rápidamente se paso a la camilla prequirúrgica.
Del tercer piso lo llevaron por ascensor al segundo piso de cirugía. Se nota que su caso generó expectativas entre los galenos. Habían dos anestesiólogos, cuatro enfermeras, dos cirujanos y el cirujano en jefe (la eminencia).
Luego de una inyección y la mascarilla en la cara, la medicación hizo efecto, alcanzó a divisar a un par de médicos jóvenes que se asomaron por la puerta, para observar al eminente doctor en acción ante ese caso tan raro.
Los ojos le pesaban, el mareo insoportable se le atragantó en la garganta, quiso hablar para decirles que no podía respirar, intentó tocar con su mano a la anestesióloga a su derecha, pero no pudo mover ni un dedo, la mascarilla le impedía ver delante de él, donde estaba el cirujano jefe. Los ojos de sus hija fue la última imagen que su mente le dio. En ese momento supo que iba a morir.
En la sala de cirugía solo se escuchaba hablar a la anestesióloga, que le decía a otra persona que solo le había puesto ciento cincuenta de “Penta”, ponele cinco más, dijo la otra.
Todo se puso negro.

Al despertar y mirar las luces apagadas de quirófano encima de él, se dio cuenta que estaba vivo, cuando quiso respirar su garganta no respondió, era como tratar de sacar aire de un globo desinflado. Sus brazos muertos sobre la camilla eran completamente inútiles en el ademán que intentó hacer hacia su cuello indicando la falta de oxígeno, trató de toser y fue imposible. Una voz detrás de su cabeza dice a otro, tiene saliva en garganta, le cuesta respirar, ¡dale máscara! Ordenó. El muchacho volteó la cabeza, vomitó y escupió una saliva espesa, pero seguía sin poder inspirar aire. Probó con las técnicas del buceo en apnea, controlar el reflejo respiratoria para relajar la epiglotis y la laringe, con esto pudo escupir todo el liquido atrapado ahí, calculó que serían como dos vasos de saliva. Ahora si sabía lo que era la sensación de ahogarse. La desesperación de la mente lúcida pensando y sufriendo la sensación de agonía de la muerte sobre la piel.
La voz detrás de la cabecera de la camilla se transforma en una cara a su costado de un joven anestesiólogo que se puso a contarle porque le pasó el ahogamiento y le ayudó a relajarse para largar todo el liquido de su garganta.
La operación duro solo una hora, menos de lo que pensamos duraría, la anestesia era para más tiempo, así que te dimos un reversor para poder despertarte, pero aún el efecto anestésico duraba en su cuerpo y por eso no pudo respirar por si solo ni expulsar los líquidos acumulados. El joven le ayudó con la máscara de oxígeno y haciéndole escupir de lado, cuando pudo respirar mejor le explicó que uso técnicas del buceo de apnea el cual practicaba hace muchos años y que también sufría de la apnea del sueño y por eso estaba acostumbrado a controlar los ahogos que sufría algunas noches. A pesar de todas las maniobras que hicieron, fueron mas de diez minutos de tortura intentando respirar, una experiencia aterradora.
Su karma no le dejaba en paz, pero pudo esquivar el destino, sintió y presintió, llámenle premonición si quieren, pero el sabía que iba a morir ahí, lo supo desde que viajó de tan lejos, sabía que iba a morir lejos de las personas que amaba, se lo merecía. Pero se quedó perplejo ante el reflejo o instinto de supervivencia que impidió que esa tarde muriera.
Los otros tumores no eran operables, así que el destino tendría otra oportunidad intentando llevárselo más adelante. Pero comenzó a sentir un calor en el pecho, una llama que le dio alegría, fuerzas para seguir, para recuperar tiempo perdido, para luchar contra sus errores.
Pensó toda la tarde por donde o como empezaría al otro día, para comenzar una nueva vida.
Se distrajo con la televisión, un programa de chimentos le hacía un reportaje a Ricardo Fort, iba a visitar a su amigo Matías Alé, la casualidad hizo que éste estuviera dos pisos por encima de su habitación, seguro que tendría mejor vista que él desde ahí pensó.
Se tomó la pastilla de que le dio la enfermera del turno noche y se acomodó para dormir, esta vez sin pesadillas se prometió.
El médico estaba perplejo y feliz al mismo tiempo le dio le alta temprano. El pensaba que abriría y no iba a encontrar algo, para su asombro lo encontró enseguida, por eso fue una corta operación. Ni las tres tomografías pudieron verlo, a los otros tumores inoperables sí, pero éste era un fantasma que lo atormentó con dolor durante dos años. Lo bueno es que ya no usaría más el bastón, símbolo de su incapacidad para encontrar el equilibrio y la paz entre la mente y su cuerpo. El maldito estaba sobre el ísquion y el nervio ciático, evidencia de los maléficos que se estaban poniendo en expandirse por su cuerpo. Pero lo que no sabían era que ahora más que nunca se defendería con todas sus fuerzas contra su propio cuerpo que lo traicionaba de esa forma.
Le agradeció al Dr., saludó con cariño a las enfermeras amorosas como lo hacía en cada operación que tuvo en su pueblo. Pasó por administración del instituto para decirles una vez más, que cuando tomen vacaciones vayan a su paraíso, a su ciudad, entre las montañas y lagos. Se despidió de todos y salió a la calle.
Inspiró profundamente el aire caliente y miró el cielo azul de Buenos Aires, comparándolo con el azul de su bosque.
Cuando comenzó a caminar por la senda peatonal para poder cruzar el paso nivel del tren, unos gritos y varios periodistas salieron de la nada con sus camarógrafos y comenzaron a aturdir a Ricardo Fort con preguntas, que justo salió casi detrás de él. Se paró a mirar un momento la escena que le resulto graciosa cuando escuchó a Fort decir su clásico...¡Basta chicos!, impostando la voz para hacerla mas grave. Se rió de eso voz rara, inventada, cuando el colectivo 152, ese mismo que lo llevó por todos lados en las peripecias que sufrió en la ciudad grande lo elevó por los aires varios metros por la intensidad del golpe.
Una mujer chilló, un hombre pedía por un médico y el chofer decía desesperado, “se me cruzó, no lo vi”. La sangre goteaba sobre el empedrado, los adoquines teñidos de rojo lo abrigaron del súbito frío que tenía su cuerpo. Quiso ver la foto de su hija en el celular por última vez, pero estaba destrozado igual que el, unos metros más lejos.
Antes de morir escuchó a Fort histérico decirle al mastodonte tatuado de su guardaespaldas...¡Evácuenme! ¡Evácuenme!
Karma.