jueves, 28 de febrero de 2013

AMADO

ESTE CUENTO HA SIDO SELECCIONADO POR LA EDITORIAL DUNKEN (C.A.B.A.) PARA SU PRÓXIMA EDICIÓN DE "SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS". GRACIAS EDITORIAL DUNKEN POR SENTIR QUE MI CUENTO VA MAS ALLÁ DE LAS PALABRAS.



Ella le cocinaba una chuleta con papas fritas. La veía ir y venir por la cocina. Aunque a veces le daba la espalda, sentía su presencia.
Le agradecía con la mirada, porque ya casi no hablaba. Vivía para él. Y él era muy feliz por esto. Pero la felicidad es un estado aparente, podemos querer ser felices a pesar de que la vida te quitado todo.
Pero su corazón realmente no tenía ganas de seguir latiendo, la obscuridad había vuelto a su pecho. La tristeza infinita solo se leía en sus ojos cansados. Estaba agotado de la vida.
Aunque ponía todas sus fuerzas en continuar, ya no quería.
Solo se quedaba quieto en la computadora escribiendo algo mientras ella seguía cocinando.
Era una simbiosis negativa. Ella le daba la vida. El se la quitaba.
Pero todo esto terminaría pronto. Lo presentía, lo sabía.
Cada persona que se acercó, fue alejada. Llegaba a la conclusión que sería una carga, para cualquiera. No quería eso.
La silla de ruedas era cómoda, pero para él era una silla de las prisiones en donde los sentaban para ejecutarlos, así se sentía.
La frustración era evidente. Aunque muchos continuaban su vida a pesar de limitaciones físicas. Su enfermedad le consumía de a poco. La tortura de los dolores se era más evidente de noche. Insomnio crónico por dolor le dijo el médico.
Harto de los calmantes, sumergido en un sopor y ensueños diarios que dominaban el día, veía pasar las horas tirado como un trapo en un sillón.
Solo salía de la nube de calmantes para ir a rehabilitación. Lo cual era ilógico, ya que no existía algo que lo rehabilitara. Pero le servía para salir del encierro y las pastillas, por media hora.
La comida estaba casi lista, el olor suave y picante de los condimentos relajaban su cuerpo. Olor a hogar, olor a familia.
Aunque no tenía una familia real, el fantaseaba con que se sentaban varios a la mesa.
Masaje en los hombros, brazos, pierna. Para poder comer con menos dolor.
La comida ya estaba lista. Comenzó el engorroso trabajo de pasar de la butaca de la computadora a la silla de ruedas. Cuando se acomodó bien, le regalo una sonrisa, ella se lo merecía.
Mientras veían la televisión, empezó a llorar, no un sollozo reprimido, era un llanto desgarrador. Esos que estrujen el alma del que es testigo de las lágrimas.
El abrazo no lo calmaría, sabía que era lo único que podría calmarlo definitivamente y quitarle el peso abismal del sufrimiento de la mente, el alma y el cuerpo.
Movió la silla hasta el cajón de los medicamentos, saco una de las jeringas que usaba para inyectarse la medicación.
Las miradas se cruzaron unos segundos que fueron milenios en realidad. Fue hasta la habitación en donde esperó que ella tomara coraje. Cuando entró, él la esperaba sentado en la cama con la espalda en la pared y en su regazo la jeringa lista.
Entre lágrimas y palabras de amor le fue inyectando en su brazo el calido susurro de su boca, no hubo un estertor, solo palabras de amor eterno.
Ella le arropó tiernamente y luego se acostó con él para acariciarle el pelo mientras viajaba lejos de los dolores y las tristezas, era un camino que él solo debía recorrer.
Cuando ya no quedó ningún vestigio de vida en el cuerpo de su amado. Fue hasta la cocina, recogió los platos para lavarlos en la pileta.
Abrió la puerta y la lluvia le golpeo el rostro, las gotas se fundieron con las lágrimas que dejaban un surco negro bajo sus ojos. Se puso la campera, el calor de su amor ya no le abrigaría nunca más.
Dentro del auto se puso a pensar en todos los momentos felices que tuvieron. Sonriendo arrancó el auto y encaminó hasta la comisaría.
Los policías aturdidos por la historia que les contó. En realidad no era la historia.
Era su sonrisa.

martes, 19 de febrero de 2013

ESPERANDO



No era otra cirugía más, esta era distinta. No estaba cansado, estaba entregado al destino. Ni sufría ni estaba molesto, estaba horriblemente cansado.
Era su novena anestesia general, su novena cirugía, otra internación, otro papeleo, otra carta de despedida.

Mi amor:

Sabes lo que te amo, pero era necesario escribirlo, por si el destino quiere separarnos, tendrás unas pocas palabras mías para recordarme. Tan poco y tanto que vivimos. Parece ayer, parecen diez años juntos.
Tengo pocas palabras, porque siempre he preferido guardármelas todas, a veces es mejor expresarlas que decirlas. Pero sos consciente que sola no estás, esta mi corazón acompañándote en la sala de espera. Aunque esté dormido mientras el médico hurga dentro de mi estómago, te prometo que soñaré contigo. Que de alguna forma estaré en ese bosque maravilloso al que me llevaste de la mano, para descansar, para encontrar la sombra que necesite al borde del sendero, para descansar.
A pesar de todo lo maravilloso, también tuvimos nuestras cumbres borrascosas, que duran poco, que duelen poco. Y solo están para tomar el amor con más fuerza. Con toda la ternura, con todos los secretos contados, todos.
Por eso, estas palabras que nacen de un pecho cansado, te las dejo, para que mañana puedas soportar mi presencia o mi ausencia.
Tengo fe que todo saldrá bien, como tantas veces ya y por eso, estas palabras estarán rondando tus ojos aún cuando yo salga de esta cirugía, victorioso, alegre y risueño. Teniendo en mi mente la promesa de ver otros bosques, otros lagos y otros mares.
Te amo.

— Dame las paletas. Carga. Despejar.
— Sigue igual che.
— Subile un toque más la carga.
— ¿Cuánto?
— Cien más, apurate boludo.
— Nada.
— Dale la última, duplicala.
— Nada.
— ¿Hora?
— 13:35 doctor.
— Anotalo en el cuaderno y avisale a la mujer, está ahí afuera, esperando.

sábado, 16 de febrero de 2013

LA PLAYA DE LAS LAGRIMAS



Se sentía tan frustrado que las ganas de vivir se habían esfumado hacía mucho. Solo continuaba con la rutina diaria que todo el mundo sigue, pero el resto solo era tristeza y depresión.
No era una depresión absoluta, esa que todo el mundo se da cuenta cuando le ve la cara a alguien. Es de esas que no se ven, solo se sienten.
Su corazón pesaba un millón de kilos, tal vez fue la soledad quien le hizo mella. Porque a pesar que haber tenido pareja y familia, siempre se sentía solo y vacío por dentro aún teniendo alguna novia ocasional.
Lo que más le dolía era la ausencia de ella, la mujer más importante que pasó por su vida y con la que siempre estuvieron en contacto, nunca se dejaron de ver, visitar, charlar y contarse todo. Ella era su confidente, todo lo que le pasaba  o lo que hacía ella lo sabía inmediatamente, la distancia era lo de menos, aunque viviera en otro país siempre se verían, se sentían, mucho más allá de una separación y de la muerte. El verdadero amor continúa, en otra forma, con otro estilo, pero siempre está, los corazones gemelos no pueden estar separados. Pero la mezquindad de sus hijos malcriados no le permitía que lo visitara a él. Cruce de palabras y entredichos había dado por terminada la relación que tenía con los hijos de ella, en realidad nunca los quiso, solo los soportó por ella, por su amor. Porque no eran el reflejo de su madre (todo amor y dulzura) para nada. Solo eran el reflejo exacto del padre, ausente y problemático, un mal padre. No merecían su amor, no merecían nada en realidad. No eran buenos, no eran nada.
Pero la chiquita, la más pequeña, era su luz. Era como su mamá, pero en chiquito. Así la veía él. Enamorado de esas dos mujeres.
Pasaron los años y el amor seguía, enseñándole cosas de la vida a la niña, enseñándole a amar a la madre.
Pero todo lo bueno termina, perdió su luz, perdió su niña. Su alma se extinguió y con ella se fue medio corazón.
Pasó el tiempo, pero el dolor aún se revolvía en su pecho. Era algo que no podía olvidar, no podía perdonar.
Y así continuaba la vida, a pesar de lo que pase, la vida continua inexorablemente, sin pausas.
La soledad de su alma no tenía descanso. A veces sumergía su cuerpo en el lago cercano, con la esperanza que la profundidad lo llevara. Para fundirse con la frialdad de las rocas sumergidas.
No tenía sentido su vida, no encontraba algo que pudiera sacarlo de su dolor.
Pero no vivía del dolor, como hacían otros. Algunos necesitan recordar todos los días la causa de su dolor para poder sentirse vivos y darle un sentido inútil a sus vidas, vivir para el dolor olvidando realmente la causa y dedicándole todos los minutos de la vida a ser esclavo de los demás.
Pero él no era así, era distinto. Realmente sufría, pero su dolor no era visible, no podía tocarse. Solo quien le conocía en lo más profundo podía sentir su dolor, podía entenderlo, podía curarlo.
Pero ella se dedicó a vivir del dolor, porque es más fácil que curar y superarse.
El hombre se entregó primero a lo inevitable, un día se fue a su lago y no volvió más.
Lo buscaron durante semanas, ganchos, buzos, sonares. Pero jamás encontraron ni la ropa, ni un vestigio del cuerpo.
Las aguas frías de montaña hacen bien su trabajo.
Años después a un sector de la playa del lago le llamaron “La playa de las lágrimas”. Cuentan que quien nada en esa parte siente una tristeza inmensa y que del fondo sale un murmullo, una voz llamando, un ruego pidiendo compañía.
De alguien que está solo.

jueves, 7 de febrero de 2013

NACAR



El loco de la playa le decía la gente. La gente ya se había olvidado hacía cuanto tiempo estaba ahí. Llegó una vez y nunca más se fue.
Cuentan algunos entendidos que el hombre llegó décadas atrás con su familia. Un día salio a caminar por la playa muy temprano, ese fue el momento esperado en donde lo abandonaron. Los más viejos dicen que andaba dormido por la arena, como drogado.
En realidad nadie tiene la certeza como fue a parar ahí. A nadie ya le importa.
El loco de la playa le decía la gente.
Vivía en una carpita casi choza en el camping municipal. Salía todas las mañanas casi con el amanecer a caminar por la arena, llegaba tan lejos que se perdía de vista en la playa, volvía horas después cargado de ostras nacaradas, que con el paso del tiempo, el agua de mar y la arena han pulido tan perfectamente que solo quedó el nácar. Ponía sus tesoros arriba de una mesa grande de madera que antiguamente mantenía en perfecto orden un rollo de cable de luz, esos que parecen el dedal de un gigante.
Y así pasaba todo el verano. Cuando el turismo se iba y solo quedaba la frialdad del mar, él también partía. Nadie sabe donde.
Las personas que por primera vez se lo cruzaban pensaban que estaba buscando a alguien. Porque continuamente miraba el horizonte de la playa, como si esperara que le fueran a buscar.
El loco de la playa le decía la gente.
Se hizo tan famoso que la televisión del pueblo cercano se acercó a su covacha para hacerle una nota. El los miraba silencioso mientras las lágrimas rodaban por su cara barbuda. El sollozo silencioso fue detonado por una sola pregunta de la periodista.
—Usted, ¿a quién espera?
La montaña de nácar era enorme, nadie se atrevía a tocar ni una sola ostra ni tampoco decirle que no llevara más al camping sus tesoros.
A veces la gente le ofrecía un mate para tomar, para que se hidratara un poco el viejo con tanto calor abrasador. El solo contestaba que con la pipa le alcanzaba.
Eran incontables las personas que se querían sacar fotos con el loco, su pipa y la bolsa de nácar que llevaba siempre al hombro, pero los guardavidas que lo querían como si fuera su abuelo los espantaban para que no le atosigaran. No era una atracción más de la playa.
Un verano el loco de la playa no apareció. Se tejieron muchas conjeturas al respecto. Algunos decían que encontró lo que tanto buscaba y casi en un murmullo decían que era una mujer. Los más atrevidos decían que seguro había muerto y estaba flotando en el mar para pasto de los tiburones y afines.
Pero todos, los nuevos y los viejos turistas de la zona, aunque no estuvieran parando en el camping pasaban a ver la montaña de ostras nacaradas que refulgían con el sol.
Nadie nunca se atrevió a tocar ni una de ellas.
Eran su tesoro.
Eran para ella.