lunes, 13 de enero de 2020

EL 59


Ya ni recordaba cuántos años pasaron desde la última vez que la vio. Esa risa contagiosa, las eternas horas hablando de todo, de lo más profundo hasta lo más insignificante y superficial. Horas y horas de chat y webcam, así se conocieron, así se enamoraron. Ella era poeta y él adoraba leer lo que escribía en su blog. Eran muchos los ratones de Anubis que correteaban libres por su mente. Cuando se conocieron luego de muchos meses de charlas se dieron cuenta que eran tal para cual, eran las agujas de un reloj, que giraban hacia el mismo lado, de forma lenta y despareja, pero en perfecta sincronía de tiempo.
Años después siempre que volvía a Buenos Aires inevitablemente tenía que pasar por los mismos lugares que tanto habían caminado, de la mano, abrazándose y besos interminables que no les permitían llegar a tiempo a ningún lado. Y transpirados, dormían todas las noches pegoteados, el ventilador de techo del hotel no alcanzaba, muertos de calor por ese verano abrazador de baires.
Ahora se paraba en la esquina de la heladería Per Té y se quedaba largo rato mirando el cartel y recordando a su amor. En su mente la veía caminar con sus pantalones finitos de verano que delineaba perfectamente su cadera y a cada paso que daba con ese contonear de mujer madura la deseaba a muerte. En su cabeza solo aparecía ella, cada viaje que hacía, cada vez que el avión aterrizaba suspiraba de tristeza, estaba tan cerca y tan lejos de ella, solo en esos recuerdos ella vivía en él. Aún podía sentir el aroma de su perfume, cada vez que viajaba en subte sentía ese olor y se daba vuelta buscándola entre la gente, pero sabía que era imposible, estaba a miles de kilómetros y hacía años que había terminado todo.
Esa heladería era un faro en ese mundo de edificios que tapaban el cielo y los autos y personas que a veces tapaban los carteles de las direcciones, le servía de punto de referencia cuando el bondi lo llevaba a la clínica Alexander Fleming, ahí debía bajar, si o si tenía que buscar ese cartel. Ansioso, con miedo de pasarse y tener que caminar de más y perder turnos con los médicos. Y ansiedad de recuerdos. De extrañar oírla reír, esa risa estruendosa y contagiosa. De acariciar su pelo, esos rulos rebeldes, besarla, de mirarla al caminar. De acariciarla. Extrañaba verla fumar.
La distancia, no la edad. Los kilómetros. Verla sufrir con su sufrimiento. Ver en sus ojos y en su mente, si, leía los pensamientos de ella como un libro abierto, que era capaz de dejar todo e irse con él. Esa chispa de locura de amor, de saber que es el único amor verdadero que vas a tener en la vida, que te saca de la fantasiosa realidad en que vivís. Lo vio en sus ojos. Sintió como su mente trabajaba buscando la solución, la desesperación y el llanto posterior que llegó durante la madrugada mientras él dormía.
El sollozo le despertó.
Y la soledad de ella.
Fue cruel, si, lo fue. En realidad las palabras que le dijo fueron crueles, solo las palabras. En su pecho moría la sensación de pertenencia. Sabía que de ahí en más siempre iba a estar solo. Con otra mujer seguro haría su vida, pero seguiría siendo la sombra de ese amor. Siempre sería “solo”.
¿Para que destruir su vida ya armada, su familia, su trabajo? Por un amor al cual iba a tener que cuidar toda la vida, la enfermedad tarde o temprano no solo le iba a quitar la vida de una u otra forma, les iba a quitar el amor a ellos. Los iba desgastar, torturar, debilitar, desesperanzar. No quería que lo viera así, tan débil y sin fuerzas. Tan vulnerable.
Durante esos días a su lado tuvo felicidad, pero por las noches en su cabeza solo había sombras. La tristeza de saber de innumerables y eternas cirugías, clínicas, médicos, estudios y una vida corta y mala.
En ese instante que dentro de su pecho ya nacía la idea de irse y no volver, ella sintió ese quiebre en su corazón. ¿Cómo no iba a sentirlo si los dos eran uno?
Y ese fue el sollozo de ella que le despertó.
La realidad era irrefutable, las cosas que le dijo, que le abrieron los ojos fueron crueles. Le mostró en su cabeza como sería su vida.
Mejor sin él.
Y esa fue la última noche que durmieron juntos en ese hotel a kilómetros de distancia de sus hogares. Cada uno en el extremo opuesto del mapa.
Ahora cada vez que se subía al bondi 59 y cuarenta y cinco minutos de viaje después llegaba a la Avenida Cabildo y Céspedes, el lugar que le recordaba que el amor más profundo, es aquel en cual se da la vida por las personas que se aman.
A su lado ella no habría vivido. Siempre pensaba en su risa y sus rulos y le deseaba que sea feliz, en paz.
Un hombre de unos cincuenta años tomaba un helado en la vereda de la heladería, sentado en una silla que tenía mesa y sombrilla. Hacía calor en Buenos Aires. Estuvo largo rato, como si no quisiera irse. Se limpió el helado pegajoso de los dedos, miró una vez más la heladería y sonriendo como si recordara algo lindo, se levantó, tomó su bastón y se fue rengueando por las calles empedradas del barrio de Colegiales, hasta la clínica.