jueves, 28 de julio de 2011

LA ULTIMA CENA

Las sospechas le carcomían el alma, su cuerpo maltrecho le impedía trasladarse solo, continuamente necesitaba de ayuda para poder realizar las cosas de la casa. Pero el dolor que sentía nacer en el pecho no tenía nombre, hacía días que presentía como serían las cosas, no era la primera vez que le pasaba, pero si sabía que sería la última. Con una mirada que cualquiera catalogaría como de sátiro, comenzó a recorrerla lentamente, le miraba los pechos grandes, pesados y los pezones duros como rocas, ella se hacía la desentendida, pero sentía muy bien los ojos del hombre sobre su cuerpo.
El amor que sentía por ella se había transformado en el odio más profundo y absoluto de la tierra, se sentía asqueado, torturado, humillado y oprimido por aquella mujer. Esa mujer a la que había elegido para pasar los últimos momentos de su vida. Esa mujer que había entrado en su vida como un suave suspiro y ahora la veía convertida en un ventarrón, asquerosa y sucia de indiferencia. Cobardemente escondida tras palabras rebuscadas y aprendidas de memoria, pero incapaz de enfrentársele con el corazón en la mano.
Pero ya lo tenía todo planeado, días atrás lo decidió, el fin era inevitable y pensó, “si no es mía, no será de nadie”.
Buscó la pistola de su ropero, reviso una por una las balas, con la cara llena de satisfacción se sentó a la mesa a comer.
Esperaría la oportunidad justa, antes del postre, le daría su merecido y bien merecido que se lo tenía la maldita perra -murmuraba en la mente el pobre diablo.
Los tallarines con salsa estaban como siempre, horribles, la mujer nunca había sido capaz de aprender a cocinar, estaba más acostumbrada a tener lacayos a su alrededor, que primero los engatusaba con lindas palabras para después transformarlos en esclavos, sin dar nada a cambio. Así que era una completa inútil en la cocina, pero sabía limpiar la casa, o las pelotudeces que tenía en la casa.
Era un pobre tipo, se le notaba como rebuznaba mentalmente, cualquiera que lo viera sentiría pena por él, era un ser patético, léase su definición: Que provoca piedad, pena, u otro padecimiento moral por simpatía; Que provoca desdén o desprecio, en especial por su incapacidad.
Todo esto era aquel hombre, pero la amaba tanto, hubiera dado su vida por ella, hubiera preferido quedarse ciego antes que le pasara algo. Pero ahora era distinto, exudaba odio por los poros y mucho desamor.
Mientras terminaba de comer, en su mente se iba imaginando como le diría lo que iba a sucederle, se reía de furia por dentro, pensando en su cara cuando viera la pistola apuntándole entre los ojos, esos ojos hermosos que ella tenía. Mientras devoraba el segundo plato, intentó concentrarse más en sus pensamientos, podía ver cada paso y cada palabra que le diría, escupirle a la cara que sabía lo de los otros hombres y que se reía de su incapacidad física a sus espaldas. Pero que él era mucho más hombre que todos esos, lo era y lo sería demostrándoselo metiéndole una bala en la cabeza. Porque ella era la que terminaba perdiendo, se perdió un hombre que la supo amar a pesar de sus imperfecciones mundanas, esas impurezas que ella no veía en si misma, pero que le marcaba a el hasta el hartazgo. No podía negar la inteligencia de esa mujer, nunca lo hizo, pero su frialdad podía matar el amor de cualquiera y así fue, a pesar de su amor, prefería estar muerto antes que seguir arrodillado ante ella a cambio de una pizca de amor, cuando ella tuviera ganas de dárselo.
Y quiso seguir pensando en todo lo que le diría en su cara, le diría tantas cosas, pero la mente se le iba embotando, quizá era la medicación para el dolor, la morfina que le daban casi no hacía efecto y a veces andaba atontado por la vida por las drogas consumidas.
Cuando se dio cuenta lo que sucedía, se rió, o eso es lo que creyó, ya que de su boca no salió ningún sonido.
La mujer lo miraba atentamente desde la otra punta de la mesa, sus uñas largas e inútiles tamborileaban sobre la madera. Caprichosamente se fue incorporando hasta estar de pie ante él.
-¿Rica la cena papi? –le pregunta con voz melosa de gata.
El veneno hizo su trabajo, el pobre tipo estaba tirado sobre su silla como un muñeco de trapo, con los brazos colgando como desencajados. De la comisura de su boca apenas se veía un hilito de baba. Las últimas palabras que pasaron por su mente fueron: que mujer inteligente, pero tan fría. Y murió.
Acomodó los platos en la batea y esperó que el agua caliente haga el trabajo de borrar todas las huellas de la comida. Nadie podría culparla porque él haya querido suicidarse al no soportar tan terrible enfermedad que lo aquejaba. En realidad varias personas luego le dirían, lo hizo para que vos no sufras más, porque no soportaba verte abatida de cansancio al cuidarlo. Y ella como se reiría para sus adentros y disfrutaría tanto ser la viuda triste. Tendría la atención de muchos hombres.
Terminó de limpiar todo, acomodó las cosas y tomó el teléfono.
-Tengo un ratito libre, ¿querés que vaya? –dijo melosamente con voz de gata, mientras se acomodaba los pechos grandes y pesados dentro del corpiño.

miércoles, 27 de julio de 2011

EL ADIOS

Se dio cuenta que era inútil resistirse, al enterarse realmente sobre su enfermedad bajó los brazos, prefirió alejarse de todos, no tenía sentido descubrir más sobre lo que le pasaba a su cuerpo, aunque realmente si se ponía a pensar ya no existía para nadie. Malos tratos y soledad acostumbraba a tener, quizá se lo merecía.
Tal vez debería ser así, alejarlos para que no sufran por su culpa ¿quién podría decir lo contrario?
Tomó sus pocas pertenencias y las puso en cajas para que quede todo ordenado, se tomó un café caliente como hacía mucho no probaba uno. Al abrir la puerta de su cabaña, el aire helado le golpeó el rostro arrancándole una lágrima friolenta de su corazón. Hinchó su pecho a tal punto que crujió la tela de su camisa, se aseguró que todo quedara bien cerrado, pasaría mucho tiempo hasta que notaran su ausencia.
Los pasos por el sendero eran lentos y medidos, se estaba despidiendo del bosque, los árboles movían sus brazos saludándolo, prometiéndole con sus hojas darle protección durante el invierno, pero el ya no los necesitaría.
Las piedras le dificultaban el andar, la arenisca de la playa se le metía entre las zapatillas, se sentó un momento y luego de pensarlo bien se las quitó y pudo disfrutar el placer de estar descalzo. Sacó de su bolso un pedazo de pan, tenía por costumbre hacer pan casero aunque no hubiera nadie que lo degustara con él. Era cuestión de soledad, se sentía menos solo si cocinaba mucho. Mientras hincaba el diente en la masa tierna que aún estaba tibia, las olas de la playa se fueron encrespando, un viento comenzó a soplar hacia la costa. Una pequeña ola juguetona explotó contra una gran roca y la llovizna le cubrió el rostro. El placer se notaba en todo su cuerpo, se estremeció pero no de frío, era un temblor de amor, de recuerdos. Siguió comiendo su vianda, un poco de té de frutos rojos del termo le quitó el frió de la cara. Los labios habían perdido el color sonrosado natural, sonrió y esa sonrisa le partió la piel seca y su boca comenzó a sangrar. Puteando la sangre que le impedía seguir disfrutando el sabor suave del pan, comenzó a quitarse la ropa lentamente y de un solo impulso se lanzó de la roca hacia las aguas del lago.
El shock del agua fría le recorrió cada milímetro de su piel, lo paralizó a tal punto que por unos segundos larguisimos no pudo respirar, y miles de agujas se clavaron en su cuerpo, si alguien hubiera pasado en ese momento a metros de distancia, el viento les hubiera llevado varios insultos sobre lo fría que estaba el agua de mierda. Sumergió su cabeza para poder ver debajo de él, pero el agua helada le apretó la nuca como una tenaza de la cual ya no pudo soltarse. Su pecho antes fuerte y vigoroso, ahora estaba sin fuerzas por el prolongado reposo y ya no pudo levantar la cabeza y respirar.
Y así terminó todo, la profundidad le reclamó su cuerpo, mientras se hundía sus ojos se iban cerrando lentamente, su corazón dejó de latir y el aire terminó de consumirse, no hubo desesperación ni estertores finales, solo una súbita calma. Mientras descendía en la obscuridad absoluta del olvido, su mente aún vagaba por la playa y su último pensamiento fue sobre un trozo de pan a medio comer olvidado en una roca.