martes, 17 de mayo de 2011

RIE, PAYASO




Triste y patético payaso que anda por la vida con una mascara blanca que cubre toda su humanidad.
Tal vez sea esa la razón por la que llora, cansado de viajar gira tras gira, desea un poco de paz. Quiere envejecer en un mismo lugar.

La familia del circo no era su familia, él quería una de verdad. Desde que tuvo uso de razón siempre caminando y jugando en la arena del circo, hijo de todos, pero nadie era su padre, se comentaba que un viejo cuidador de leones había encantado a una joven equilibrista. Pero jamás se sabría la verdad y el tampoco quería conocerla. No era feliz siendo hijo de nadie. De niño era tímido e introvertido, más fascinado por observar a las personas que por aprender los gajes del oficio circense. Al cumplir los seis años le dieron una escoba y una pala para limpiar la jaula de los leones y así lo hizo durante años sin pedir otra cosa. Al ser mayor le agradaron los elefantes y pidió le dejen cuidarlos, estos eran hindúes y más dóciles que los africanos de orejas grandes. Pero al poco tiempo se desentendió con ellos por cuestiones que nadie supo. Quizá era porque veía su propia vida reflejada en los ojos esclavizados de los animales. Una noche que tenía libre y no debía cuidar animales, presenció el show, algo que no ocurría muy seguido, la vida detrás de bambalinas era mucha mas intensa que lo que pasaba en la arena del circo.
Esa noche había un payaso nuevo, recién llegado de la Alemania de la post guerra, un hombre fornido entrado en carnes ya, de avanzada edad, muy risueño en su carromato, hacía chistes que a pesar de la barrera del lenguaje todos festejaban, sus ademanes eran tan graciosos que no era necesario saber su idioma para comprenderle. Esto le fascinó, esperaba ansioso la presentación y reírse a carcajadas con sus payasadas. Pero eso no ocurrió, la escena comenzó a obscuras, una pequeña luz iluminó desde arriba la cabeza del payaso sentado en una silla enorme, desproporcionada, el hombre con traje de calle se fue desabotonando despacio su chaleco mientras cantaba "vesti la giubba" con emoción, al quedarse en camiseta se pone su enterito blanco de payaso, con botones que son pequeños pompones de lana roja, se enciende otra luz que descubre un mueble con un pequeño espejo redondo, se acomoda en la gran silla que le queda grande y comienza a maquillarse la cara de blanco, mientras "canta ríe payaso" una lagrima corre por su mejilla. El silencio de la gente era impresionante hasta que el payaso se desgarra la ropa y termina llorando abrazado a la silla, una explosión de aplausos, gritos y silbidos atronó la gran carpa. El muchacho lloraba en silencio, su cara era de piedra, pero por dentro un gran deseo surgió en ese momento, quería ser como él. Como ese payaso cansado, triste y patético.

sábado, 14 de mayo de 2011

PLAYAS DORADAS

Buscó a su amigo que tenía guardado, pero no en el olvido. Con un suspiro lo tomó y salió a la calle. Con vergüenza caminaba por sus calles, se sentía observado con curiosidad, pena quizá. Pero él no sentía pena alguna, solo el dolor insoportable que le impedía pensar correctamente. Rengueando apoyado en su bastón encaró al mundo, presentía que no tendría fin su dolor, su enfermedad era rara y desconocida, no había ningún tipo de cura y solo esperar que sus tumores crecieran para poder operarlos, pero luego de siete operaciones estaba muy cansado. Hacía tiempo se había entregado al dolor, lo aceptaba como parte de su vida, como levantarse de mañana y automáticamente cepillarse los dientes, bañarse y salir a trabajar. Pero cada día era una nueva tortura, un suplicio del cual ya no podía escapar ni mirar para otro lado.
Pero se acostumbró, era inevitable que las personas le preguntaran al verlo con bastón que le había pasado, él solo contestaba con una sonrisa dolorida tengo tumores “cosas que pasan”. Y lo miraban extrañado, ante esas miradas les respondía, “hay cosas peores”. Y seguí con su caminata, extrañaba los días posteriores a su última operación en Buenos Aires, a los siete días de operado se fue a la playa, se endeudó más aún para aquel viaje, pero lo necesitaba, quería sentir el mar una vez más en su piel antes de lo inevitable. Porque sabía muy bien como terminaría su historia, sus tumores se alojaban en los nervios, los envolvían apresándolos causando infinito dolor e inmovilidad de su pierna izquierda. Era solo cuestión de tiempo que empezaran a atacarlo más agresivamente. Por eso mismo se fue al mar, el sol y la arena de la playa sumando el placer de poder nadar en esas aguas lo revivieron, se sintió como años atrás, cuando no había dolores, médicos, operaciones ni viajes para que lo estudien como a un cobayo de laboratorio. Aún no cumplía los cuarenta años y se sentía de veinte años esos días. El sol le bronceo quitándole la palidez del rostro por las medicaciones y tratamientos inocuos que debía someterse, solo a modo de experimentación.
Pasó tres largos e interminables días de placer, donde se pudo abstraer de todo por un momento, con su flotador de rescate nadó hasta cansarse en el mar, todos pensaban que era un guardavidas más, hasta el cuerpo le cambió esos días, sintió debajo de la piel como sus músculos tomaban fuerzas y comenzó a vivir.
Las playas doradas le devolvieron las ganas de vivir, la esperanza que quizá el mañana era solo levantarse y afrontar todos sus dolores físicos y del alma con una sonrisa y salir de su casa con alegría mirando a los ojos a los demás, para que nadie así vea lo derrotado que se sentía. Muchas horas de meditación, repasar su vida una y otra vez, ver los aciertos y la infinidad interminable de errores que cometió y solo pudo pedir perdón mentalmente.
Pero el tiempo se agotaba, el dinero que no tenía también se terminaba y se tuvo que despedir de ese paraíso, prometiéndose que en algún momento podría disfrutar de ese lugar con su hija cuando fuera posible eso.
Al poco tiempo de regresar comenzó todo otra vez, dolores, médicos, inyecciones, medicaciones experimentales. Los tumores habían vuelto.
Y nada. Nada sucedía, los médicos solo se frustraban más que él ante la imposibilidad de darle algún tratamiento que diera resultado. La solución sería otro viaje, nuevamente a Buenos Aires, para sufrir una vez más el desarraigo de la distancia, de estar en una ciudad desconocida, rodeado de gente, esperas interminables, viajes y decenas de estudios.
Su mal humor era evidente, el dolor que sentía lo tenía en continuo estado de alerta y hosco por el esfuerzo al resistir las agujas calientes que le quemaban por dentro. Era inevitable que su estado de ánimo fuera malo, arranques de mal humor, depresión absoluta, pensamientos suicidas. Todo eso y más cosas se le sumaban, pero nadie le comprendía, ni siquiera en su trabajo que cada vez descuidaba más. A veces le preguntaban ¿qué te pasa que tenés esa cara? Y no sabía como responder. No sabía si contestar que se estaba muriendo de dolor o decir que estaba cansado. Optaba por lo segundo. Aún tenía compañeros de trabajo que ni sabían de su salud delicada, ni de sus operaciones y se sorprendieron de verlo con bastón y lo tomaron como si fuera un vago que no quiere trabajar. En momentos así era cuando más odiaba su vida, su trabajo, la gente que lo rodeaba. Y no veía ninguna salida en ese túnel largo y angosto que el llamaba vida.
Desearía ser como los demás, poder disfrutar de andar en bicicleta, en moto, caminar, correr, ir al gimnasio. No tomar calmantes para epilépticos, ni que le inyecten durante una semana completa todos los días calmantes más fuertes para poder aunque sea no llorar por el dolor.
Toda su vida cotidiana giraba en torno del dolor. Siempre pensaba en como hubiera sido si esto le hubiera pasado en la época medieval, donde ni existían los médicos como lo son ahora. Por suerte su obra social cubría muchos gastos, pero no lo de los viajes a centros médicos más especializados. El último viaje le costo mas de catorce mil pesos, para estar solo un mes ahí.
Todo esto hizo que se borrara de su mente las playas doradas y el paraíso que supo encontrar ahí en tres días. Solo quedaba el sabor amargo de la derrota, la derrota que su propio cuerpo le supo dar y que él no pudo superar. La soledad y la tristeza lo opacaron, le quitaron el brillo de sus ojos y quedó un saco vacío en el cual no se podría llenar nunca más.
Ahora solo quedaba realizar lo que le sugirió el médico, viajar una vez más y tramitar licencia por discapacidad.
Tenía treinta y ocho años y ya era un discapacitado.