Miraba como su hija dormía la siesta, en la casa reinaba el silencio a pesar de la música suave que se escuchaba de fondo, se maravillaba con la hermosura que era su pequeña, faltaba pocos días para que cumpla dos años. La levantó muy despacio para que no se despierte y la abrazó contra su cuerpo, la cubrió con su manta roja que tenía desde que había nacido y despacito para no perturbar su sueño, se fue al comedor para sentarse en el sillón, el calor de papá y el de ella se fundieron en uno solo, sonreía en sueños y fruncía el ceño igual que su padre. La piel era tan suave que era imposible no acariciarle el rostro mientras el sueño le daba esa expresión de tranquilidad muy común en los niños.
Lucía era lo mejor que le dio la vida, disfrutaba cada uno de los momentos a su lado, verla crecer era casi dolorosamente bello, era una nena muy independiente y vivía en el mundo de sus juguetes y libritos de cuentos en los cuales dibujaba con su crayones. Su papá estaba tan orgulloso de ella, que cuando la nombraba su corazón se estrujaba de amor. A pesar de los horarios de trabajo se hacía un tiempo siempre para pasarlo más cerca aún de ella. El vínculo que habían formado era tan fuerte que su hija presentía cuando su padre estaba por llegar a casa, se acercaba a la puerta esperando que se abriera y la sonrisa más hermosa que tenía se la regalaba cuando entraba.
Eran felices, los años pasaron, la nena fue creciendo. Los estudios escolares fueron terminando, casi sin darse cuenta el tiempo pasó tan rápido que se vio sosteniendo sus nietos en brazos y los abrazaba igual que a su hija décadas atrás. No podía quejarse, la vida había sido hermosa en familia y los últimos años de vida las pasaba feliz con sus nietos, la familia se agrandó, lo que siempre soñó tener lo había logrado. Una familia numerosa que lo rodeara de afecto, mimos y abrazos.
Un día se acordó de unas fotos guardadas en una caja y las buscó para deleitarse con el pasado, en las fotos se veía a una Lucía bebé riendo, haciendo caritas, estaban las fotos de su primera papilla y la cara de desconcierto y desagrado por el gusto del alimento. Las manos arrugadas del anciano acariciaban en la foto, el rostro de su bebé, ahora una mujer exitosa en su trabajo y feliz con su propia familia. Cuando terminó de mirar las fotos, guardó otra vez la caja arriba de su ropero y se recostó en su futón a ver una película tapado con la manta roja de su hija, a pesar de los años, la seguía teniendo en perfecto estado.
Tuvo un sueño hermoso, soñó con bosques y lagos, con veranos en familia, asados y comidas con su hija, soñó con la entrega de su diploma del secundario y de cuando se recibió en la universidad. La primera vez que tuvo a su nieto en brazos y cuando éste dijo abuelo por primera vez.
Se despertó agitado, unas lágrimas rodaban aún por sus mejillas, cuando se dio cuenta donde estaba, las lagrimas se convirtieron en un río tempestuoso y el sollozo comenzó a brotar de su garganta.
Todo había sido un sueño, un cruel sueño de lo que nunca sucedió. Lo único real era la mantita roja que estaba a sus pies, con la cual antiguamente tapaba a su beba en la cuna para que durmiera abrigada.
Trató de dormir para poder continuar con ese sueño hermoso, donde todo era perfecto, pero ya no pudo. Toda su vida intentó soñar nuevamente ese sueño, porque era “real” podía sentirlo, podía sentir el amor que había en familia.
Jamás lo logró.