Sus
ojos recorrían las caras de todas las personas que estaban esperando el avión.
No solo miraba a los pasajeros, también observaba a sus familias que los iban a
despedir. Casi se podía respirar la ansiedad ante la espera del avión.
El
viento recorría la pista levantando polvo que terminaba golpeando las ventanas
del edificio.
El
llevaba solo una mochila y una lunchera con su medicación inyectable que debía
llevar a todos lados, la protegía contra su cuerpo del amontonomiento de la
gente. Ellos ajenos al tesoro que tenía oculto ahí, miles de pesos en ampollas,
que eran su vida.
El frío
que se sentía afuera sería constrastada con el calor que haría al bajar del
avión en Buenos Aires, lugar que no quería ir, pero que era necesario para su
salud. Se preparó mentalmente durante meses para el viaje, aborrecía tener que
viajar allá. Pero otra cosa no podía hacer. Volvería a sufrir el calor, la
humedad, las ratas, la basura, las inundaciones, los cortes de luz, las largas
colas, los colectivos, la mala onda de los choferes, los asaltos, las esperas
largas, el mundo de gente.
Pero
también podría pasear, visitar el puerto, su plaza, los negocios, algún museo,
la variedad de negocios y sus precios bajos.
Pero lo
que más le molestaba era la clínica, aunque era el mejor lugar con los mejores
médicos y una excelente atención, estaba cansado. Cansado de inyecciones,
estudios, cirugías y la cara de los médicos. A quienes conocía y respetaba,
pero detestaba la cara que ponían al ver los resultados. No había mejoramientos
ni los habría. No había solución, solo estudios inútiles y quizá otra cirugía.
Y tan lejos de todo, de su mundo, de las montañas, del bosque y los lagos, de
su hija, más lejos aún de ella.
Allá
solo veía edificios grises y tan altos que apagaban al sol.
Estaba
cansado.
El
avión aterrizó como siempre. Miró a la gente contenta y sonriente que bajaban
por la escalera mirando al edificio, buscando las caras conocidas que estarían
esperándolos. Los envidiaba.
Luego
de la espera pertinente pasó por la puerta que daba a la pista, el aire frío le
dio de lleno, aunque la campera le abrigaba el tenía frío por dentro. Le
faltaba algo, alguien que estaba lejos, quería estar sano, poder ofrecerle su
amor, poder alzarla en sus brazos y decirle que la amaba más que a la vida misma
mientras le cantaba una canción de cuna, pero apenas podía caminar.
El
bastón le acompañaba, pero era un lastre como lo es el ancla para un barco. Le
ayuda, pero le quita la vida al mismo tiempo. Jamás imaginó todo lo que
perdería, pero era mejor así. Su invalidez no residía en su pierna atrofiada y
sus tumores. Era inválido en su entereza, hacía mucho que había perdido la
esperanza, la fuerza que se necesita para salir adelante, solo esperaba el desenlace,
lo que ningún médico se atrevía a decirle, lo que nadie osaba insinuar. Cuando
ya no podrían hacer más.
El
avión comenzó a correr por la pista, mientras las montañas se iban alejando el
lloraba, pero las lágrimas no las veía nadie. Lloraba por dentro, su corazón
amortajado por la pena, la pena de la distancia, el dolor de la lejanía.
Quisiera mejorar, tener fuerzas para que lo viera entero, sin bastones que lo
limiten, sin dolor en la cara, sin quejidos al caminar. Para que pudiera tener
lo que le falta.
Un papá
sano.