ESTE CUENTO HA SIDO SELECCIONADO POR LA EDITORIAL DUNKEN (C.A.B.A.) PARA SU PRÓXIMA EDICIÓN DE "SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS" DE FORMA GRATUITA. GRACIAS EDITORIAL DUNKEN POR SENTIR QUE MI CUENTO VA MAS ALLÁ DE LAS PALABRAS.
Ella le cocinaba una chuleta con papas fritas. La veía ir y
venir por la cocina. Aunque a veces le daba la espalda, sentía su presencia. Le
agradecía con la mirada, porque ya casi no hablaba. Vivía para él. Y él, era
muy feliz por esto. Pero la felicidad es un estado aparente, podemos querer ser
felices a pesar de que la vida nos ha quitado todo. Pero su corazón realmente
no tenía ganas de seguir latiendo, la obscuridad había vuelto a su pecho. La
tristeza infinita solo se leía en sus ojos cansados. Estaba agotado de la vida.
Aunque ponía todas sus fuerzas en continuar, ya no quería. Solo se quedaba
quieto en la computadora escribiendo algo mientras ella seguía cocinando. Era
una simbiosis negativa. Ella le daba la vida, él se la quitaba. Pero todo esto
terminaría pronto. Lo presentía, lo sabía. Cada persona que se acercó, fue
alejada. Llegaba a la conclusión que sería una carga, para cualquiera. No
quería eso. La silla de ruedas era cómoda, pero para él era una silla de las
prisiones en donde los sentaban para ejecutarlos, así se sentía. La frustración
era evidente. Aunque muchos continuaban su vida a pesar de limitaciones
físicas, su enfermedad le consumía de a poco. La tortura de los dolores era más
fuerte de noche. Insomnio crónico por dolor le dijo el médico. Harto de los
calmantes, sumergido en un sopor y ensueños diarios que dominaban el día; veía
pasar las horas tirado como un trapo en un sillón. A veces salía de la nube de
calmantes para ir a rehabilitación. Lo cual era ilógico, ya que no existía algo
que lo rehabilitara. Pero le servía para salir del encierro y las pastillas,
por media hora.
La comida estaba casi lista, el aroma suave y picante de los
condimentos relajaban su cuerpo. Olor a hogar, a familia. Aunque no tenía una
familia real, el fantaseaba con que se sentaban varios a la mesa.
Masajes en los hombros, brazos y pierna. Para poder comer
con menos dolor.
La cena ya estaba lista. Comenzó el engorroso trabajo de
pasar de la silla de la computadora a la de de ruedas. Cuando se acomodó bien le
regalo una sonrisa, ella la merecía. Mientras veían la televisión empezó a
llorar, no era un sollozo reprimido, era un llanto desgarrador, esos que
estrujan el alma del que es testigo de esas lágrimas. El abrazo no lo
tranquilizaría, sabía que lo único que podría calmarlo definitivamente y
quitarle el peso abismal del sufrimiento de la mente, el alma y el cuerpo, era
su partida. Movió la silla hasta el cajón de los medicamentos, sacó una de las
jeringas que usaba para inyectarse la medicación. Las miradas se cruzaron unos
segundos que en realidad fueron milenios. Fue hasta la habitación en donde
esperó que ella tomara coraje. Cuando entró, él la esperaba sentado en la cama
con la espalda en la pared y en su regazo la jeringa lista. Entre lágrimas y
palabras de amor le fue inyectando en su brazo el cálido susurro de su boca, no
hubo un estertor, solo palabras de amor eterno. Ella le arropó tiernamente y
luego se acostó para acariciarle el pelo mientras él viajaba lejos de los
dolores y las tristezas, era un camino que él solo debía recorrer. Cuando ya no
quedó ningún vestigio de vida en el cuerpo de su amado. Fue hasta la cocina,
recogió los platos para lavarlos en la pileta. Cuando terminó, abrió la puerta y la lluvia le
golpeo el rostro, las gotas se fundieron con las lágrimas, que dejaban un surco
negro debajo de sus ojos. Se puso la campera, el calor de su amor ya no le
abrigaría nunca más. Dentro del auto pensó en todos los momentos felices que
tuvieron. Sonriendo arrancó el auto y fue hasta la comisaría.
Los policías, aturdidos por la historia que les contó. En
realidad no era la historia. Era su sonrisa.