¿Cómo podía ser tan cruel con él?
Estaba roto, destrozado por dentro y fuera. Lo único que tenía eran sus esporádicos mensajes, que ella misma decía que le daba lo mismo escribirlos. Mientras que el sufría con cada letra que leía, cada palabra era una puñalada a su pecho. Lloraba, las lágrimas caían enormes por su cara. A ella le daba lo mismo, pero a él no. Años enteros, largos, esperando un mensaje. Que a veces ni contestaba, porque sufría, le dolían esos mensajes, leerla únicamente. No poder decirle que la amaba aún. Que durante todos estos años solo pensaba en ella. Porque esos mensajes no duraban más de dos o tres días, para volver a desaparecer.
Pero a ella le daba lo mismo.
Eso lo destrozaba.
Y no estaba en su mejor momento. Una enfermedad larga que lo deterioraba día a día, y realmente lo único que le hacía seguir, luchar, era ella. No tenía nada más en la vida. Si, ella. Y remarco el “ella”, porque ni siquiera se atrevía a decir su nombre el pobre infeliz. Incluso sus amigos tampoco se animaban a nombrarla. Le veían sufrir. Esperar pacientemente un mensaje.
Dolía mucho amarla y que ella no sintiera lo mismo. Realmente pasaba que cada seis meses, incluso dos años que tardaban sus mensajes en llegar lo trastornaban. Porque en ese tiempo ya se había acostumbrado a su ausencia, a no recibir nada.
Y luego ese tono en el teléfono, que aterrado no se atrevía a tomarlo, a veces ni le respondía. Juntaba la fuerza que no tenía y borraba el mensaje. Y luego, al próximo mensaje, respondía.
Y se entregaba a la ilusión. Ella decía confusión. No estaba confundido. No era eso. Era la ilusión de que todo comenzara con una charla casual, cuando ella tuviera el tiempo de escribirle. Y volver a encontrarse, hablar frente a frente. Enamorarla, mostrarle el amor que nunca dejó de tenerle. Decirle que fue el más grande error de su vida dejarla de lado. No la ignoraba, tenía terror a decirle algo que la alejara para siempre. Solo quería que ella le diera otra oportunidad. Pero eso nunca pasaba. Pero se aferraba a la ilusión. Era lo único que le daba sentido a su vida.
Algunos días se sentaba en un banco de una plaza, cercana a la casa de esa mujer, solo para sentirla cerca. Incluso tenía la sensación de que sentía su aroma. Era lo más cerca que estaría nunca. Y hoy era uno de esos días.
Sentado en una banca disfrutaba el sol leyendo un libro, un perro dormía a sus pies, a su lado el teléfono, esperando, rogando que suene. Olfateaba el aire cada tanto, podía jurar que sentía su aroma, pero solo estaba en su mente y en la necesidad de creerlo así.
Cerró el libro, guardo el teléfono en el bolsillo de la campera, desplegó el bastón blanco, se acomodó la ropa. Acarició la cabeza del perro, tomó la rienda de su lomo y le dijo –vamos a casa Dago. Y cuando se acomodó espacial-mente, comenzó a caminar despacio contando los pasos, moviendo el bastón de un lado al otro cerca del suelo hasta llegar a la esquina, en donde frenó y se dio vuelta, podía jurar que en toda esa obscuridad sentía su olor. Esperó que el semáforo sonara el pitido para avisarle que podía cruzar la calle y caminó varias cuadras hasta su casa. Donde volvió a su mundo de tinieblas y soledad.
Una mujer sentada en la escalinata de una fuente de agua a pocos metros de él, lo miraba atentamente. No perdía detalle de cada movimiento que hacía. Sonreía al verle leer el libro con sus dedos tan rápidamente que parecía una danza. Le hacía caras risueñas al perro y cada tanto él correspondía con pequeños ladridos y miraba a su amo como pidiendo permiso de jugar. Ella también tenía un teléfono a su lado. Cuando el ciego cerró el libro ella empezó a escribir en la pantalla –Hola, que tal? Y antes de apretar enviar, volvió a mirar al hombre y ya no pudo sostener la compostura, las lágrimas afloraron. Las manos temblorosas borraron el mensaje que nunca fue enviado. Se secó las lágrimas mientras él caminaba lentamente hasta la esquina. Al llegar se dio vuelta y pareció que la miró directamente a los ojos. El hombre suspiró, se encogió de hombros y se fue.
Ella le hizo un ademán de despedida a Dago, guardó el teléfono, limpió las últimas lágrimas y también se fue.