Elegía un durazno en la feria del pueblo, lo miraba atentamente, le daba vueltas en su mano mirando cada pelusa de cerca. Buscaba cada imperfección que pudiera tener, color, olor, aspereza al tacto.
La señora del puesto de frutas le conocía, así que le dejaba tranquilo con el tiempo que se tomaba en elegir un durazno.
Y no por ser paciente ni buena vendedora, sino porque aquel era un duende y a los duendes se les tiene paciencia, todos saben que a los duendes hay que tenerles paciencia. Pero no era como los duendes de la televisión o el de los libros de fantasía.
Tenía una figura distinguida, un porte casi caballeresco, un cabello largo y rizado como ala de cuervo –las alas de cuervo por aquellos lares eran terriblemente negros, como ala de cuervo-.
Olía las frutas casi como si fuera lo único que le importara en el mundo, sus manos gráciles se movían como el arco de un violinista virtuoso.
Parado ante los cajones de duraznos, se inclinaba un poco hacia el lado izquierdo, se apoyaba con la mano derecha en un bastón y la empuñadora tenía la forma de un dragón.
Las personas ya no le miraban, se habían acostumbrado a su presencia, al principio era todo habladurías, hacían apuestas entre susurros los motivos de su llegada al pueblo. Tampoco era que el pueblo estuviera pendiente del duende, pero sí, estaban todos pendientes del duende.
Era alto para ser un ser fantástico, en realidad nadie había conocido otro duende que no fuera él, pero se los habían imaginados más altos ¿o eran los Elfos los altos?
En todo caso tenía una figura llamativa, su andar era vistoso, sus gestos eran distintos, bah todo él era figurativo.
Y como se habrán dado cuenta, no le importaba un comino lo que pensaran.
Al final se decidió por uno, ni muy maduro ni muy verde, ni muy rojo ni muy azul. Ah me olvidé de contarles, los duraznos en aquel pueblo chismoso eran azules, rojos cuando estaban verdes. ¿O era al revés?
Volviendo al punto, tomó aquel durazno, pagó con una moneda de plata y siguió recorriendo los puestos de la feria.
Le gustaron unas cucharitas para el té hermosas, pero no las compró ya que nadie tomaba el té con él. Unas alpargatas con borlas doradas en las puntas le llamaron la atención. Pidió su talle para probárselas. En ese momento, se hizo el silencio en la feria. Los puestos más cercanos colgaron un cartel en los toldos que decía: “vuelvo en cinco minutos”. Y todos se quedaron mirando ese momento que se había congelado en el tiempo.
Querían ver sus pies de duende.
Como todos ya saben, los pies de duendes son especiales, pueden predecir el futuro y la cantidad de dedos demuestra la cantidad de dragones que mató dicho duende dueño de esos dedos.
Se sacó el mocasín derecho, hecho de piel de lagarto de suegra –el lagarto de suegra si no lo conocen, es un lagarto bigotudo- y relucieron de limpios sus cinco dedos, normales. Se escuchó un “ohhh” por lo bajo de desilusión, por la poca cantidad de dragones muertos y todos siguieron con las ventas sin ya mirar de nuevo sus pies.
Se sentían fantásticas, eran cómodas a más no poder. Como si hubieran sido fabricados para la realeza, en realidad sí eran para la realeza. Pero esa es otra historia que nada tiene que ver con el ser de este cuento.
Así que terminó probando ambas alpargatas y camino unos metros tanteando fuerte el suelo, como se debe hacer.
Repartió otra moneda de plata y siguió rumbo entre los puestos.
Se emocionó casi hasta las lágrimas cuando encontró un baúl viejo y lleno de tierra en el rincón de una pared.
-Buena gitana, ¿Qué precio tiene el cofre de madera?
La gitana, que era una belleza de ojos negros y pelo negro largo y enrulado que se movía graciosamente con la pequeña brisa como si quisiera acariciar el rostro del duende,le miró sabiendo de ese brillo de codicia en los ojos que el duende no pudo disimular.
-Diez monedas de plata mi buen señor.
-¿Cómo que diez monedas? –tartamudeo de furia. ¿Usted me quiere tomar las orejas por tonto?
Recuerden que las orejas de los duendes tienen formas particulares y la peor ofensa que se le puede hacer es mirarlas fijamente.
-No mi buen señor -dijo la hermosa mujer que levantó una mano tintineante de
pulseras y anillos, para acomodarse los largos rulos mientras le miraba directamente con una semi sonrisita divertida.
-Disto muy lejos de ofenderle, pero es un buen cofre y vale diez monedas mi señor.
Mientras tragaba su furia y masticaba las ganas de tener en sus manos ese tesoro, metió la mano en su chaqueta de serpiente de Sefolk –todos saben que esas serpientes tienen colores muy bonitos, sacó su bolsa de cuero de Anilorac en donde guardaba sus monedas más amadas, contó y le entrego lo requerido, sin atreverse a mirar nuevamente esos ojos de gitana tan cautivadoramente fascinantes que llegaron hasta su corazón.
Tomó el baúl y…lo abrazó.
-Gracias, gitana codiciosa -le dijo como despedida mientras le guiñaba un ojo, escondiendo con mucho esfuerzo una sonrisa de enamorado. Porque ella lo sabría.
-A usted mi señor –le dijo con una sonrisa pícara guiñándole un ojo. Ella lo sabía.
Caminó el resto del sendero del bosque hasta a su hogar ensimismado en sus pensamientos.
Al llegar encendió las antorchas y encendió el fogón, se calzó las alpargatas nuevas, mientras cocinaba la cena, una pequeña paleta de siervo que había sobrado del invierno anterior, se servía una copa de vino de Ecnop, era un vino único, suave y picante, profundo y sabroso que le había dejado un gusto, casi adoración por ese líquido imposible de tener, lo degustaba entre placer y recuerdos de aroma a pino y bosque, mientras bajaba por las escaleras que llevaba a los calabozos con el baúl en la otra mano. No eran calabozos como los de antaño, estos estaban muy bien decorados, habían hachas de combate y espadas colgados en la pared, un par de esqueletos colgando de unas jaulas de castigo solitario y tres potros de estiramiento que había usado unos cientos de años atrás y que le recordaba cuanto dolor había causado a los demás. Eran calabozos acogedores y tiernos.
Tomó unas llaves de la mesa de cuchillos y abrió una celda, la sonrisa casi iluminó la obscuridad de ese cuarto, en realidad sí la iluminó, todos saben que cuando los duendes sonríen por amor, sus dientes irradian luz, todos lo saben. Puso el cofre de madera en el suelo, lo abrió y le puso pasto seco a modo de cama. Sacó el durazno de su bolsillo y con ternura comenzó a llamar suavemente.
-Zor, Moldul, Atrix, Cymbo, Croína.
Del fondo de la celda salieron cinco pequeños dragones que se acercaron a sus alpargatas para olfatear las borlas.
-Miren lo que les traje.
Al ver el durazno empezaron a graznar, todos saben que los dragones pequeños graznan cuando ven un durazno.
Puso la manzana en el cofre y los cinco pequeños se metieron ahí y empezaron a mordisquearla. Tomó el baúl con los cinco pequeños y subió las escaleras, los acomodó cerca del fogón y él se sentó en el trono de oro a terminar su vino mientras se cocía el ciervo en la gran olla Essen de hierro.
La cantidad de dedos de un duende es por la cantidad de dragones que ama, todos deberían saberlo.