El
arroz se cocinaba. El vapor ensombrecía la cocina dándole un toque a hogar. El
silencio era costumbre ya. A veces hablaba y opinaba las preguntas y respuestas
de programas en la tele, era el único momento que en su casa se escuchaba su
voz.
No le
molestaba el silencio, le molestaba su capacidad de estar solo. No era una
soledad impuesta, más bien era adquirida lentamente. Aunque estuviera rodeado
de personas, igualmente se sentía solo. Pero no era esa soledad abrumadora que
con el tiempo termina siendo una triste tortura. Era una soledad tibia, de esas
que deja alguien cuando se va. A veces decía que no era solitario, que él
era…solo.
Y esa
soledad le alcanzaba, le necesitaba para poder mantener distancia del mundo.
Distancia de las personas y sus imperfecciones inaguantables, de sus familias
imperfectas, odiosas e insípidas, madres, padres y entenados in—so—por—ta—bles,
de muertos ajenos, de hijos egoístas y estúpidos que solo piensan en el oro y
no el arco iris.
Estaba
asqueado de familias ajenas. Familias que le daban más vergüenza, que la
vergüenza que sentía por él mismo. Por eso en su soledad se encontraba límpido,
le importaba tan poco las personas que se sentía bien así, solo. No era
egoísmo, era su propia incapacidad para soportar las personas, soportarlas dentro
de su espacio. En su infelicidad, tenía un atisbo de felicidad cuando estaba
solo. Tal vez era costumbre, vaya a saber bien que era. A él no le importaba,
entonces ¿porqué preocuparse por lo que piensen los demás?
Cuando
volvía del trabajo era un alivio tirarse en su sillón y suspirar de alivio,
había terminado la tortura de estar con otras personas. De fingir que le
interesaba algo o alguien. Solo era mera cortesía. Se había acostumbrado a
reaccionar instintivamente ante las palabras de otros.
Eran él
y los otros. ¿A quién le importaba eso? A nadie.
Una
simbiosis también imperfecta.
El
seguía con su vida.
Porque
no le importaba una mierda.
El arroz estaba listo.
El arroz estaba listo.