viernes, 14 de junio de 2013

SIMBIOSIS



El arroz se cocinaba. El vapor ensombrecía la cocina dándole un toque a hogar. El silencio era costumbre ya. A veces hablaba y opinaba las preguntas y respuestas de programas en la tele, era el único momento que en su casa se escuchaba su voz.
No le molestaba el silencio, le molestaba su capacidad de estar solo. No era una soledad impuesta, más bien era adquirida lentamente. Aunque estuviera rodeado de personas, igualmente se sentía solo. Pero no era esa soledad abrumadora que con el tiempo termina siendo una triste tortura. Era una soledad tibia, de esas que deja alguien cuando se va. A veces decía que no era solitario, que él era…solo.
Y esa soledad le alcanzaba, le necesitaba para poder mantener distancia del mundo. Distancia de las personas y sus imperfecciones inaguantables, de sus familias imperfectas, odiosas e insípidas, madres, padres y entenados in—so—por—ta—bles, de muertos ajenos, de hijos egoístas y estúpidos que solo piensan en el oro y no el arco iris.
Estaba asqueado de familias ajenas. Familias que le daban más vergüenza, que la vergüenza que sentía por él mismo. Por eso en su soledad se encontraba límpido, le importaba tan poco las personas que se sentía bien así, solo. No era egoísmo, era su propia incapacidad para soportar las personas, soportarlas dentro de su espacio. En su infelicidad, tenía un atisbo de felicidad cuando estaba solo. Tal vez era costumbre, vaya a saber bien que era. A él no le importaba, entonces ¿porqué preocuparse por lo que piensen los demás?
Cuando volvía del trabajo era un alivio tirarse en su sillón y suspirar de alivio, había terminado la tortura de estar con otras personas. De fingir que le interesaba algo o alguien. Solo era mera cortesía. Se había acostumbrado a reaccionar instintivamente ante las palabras de otros.
Eran él y los otros. ¿A quién le importaba eso? A nadie.
Una simbiosis también imperfecta.
El seguía con su vida.
Porque no le importaba una mierda.
El arroz estaba listo.