La nieve cubría la entrada de la cabaña. Apenas un sendero de huellas se abría desde la puerta hasta la leñera. Los copos caían grandes y pesados, en cámara lenta quizá. El hombre miraba por la venta los árboles que se abrían al bosque, en el pequeño claro donde estaba su cabaña. Adentro crepitaba en el hogar los troncos ardientes, las llamas irradiaban esa felicidad calórica única e incomparable, las sombras danzantes del fuego se reflejaban por toda la estancia, como si jugaran a las escondidas entre los muebles.
En un sillón frente a fuego descansaba un libro, -La Invención de Morel- dejado abierto como al descuido,
En la mano una taza con un té caliente con el vapor llenando los espacios en blanco de su mente. El hombre de casi cincuenta años miraba a lo lejos. Como si recordara algo, o en su mente se sucedieran imágenes que no podía dejar de pensar. Cada tanto daba un trago de su taza y le agregaba otro tronco al fuego para volver a su posición de observación por la ventana.
Un perro de raza indefinida pero enorme dormitaba sobre una alfombra cerca del hogar, por momentos se despertaba y miraba a su amo olfateando el aire, preocupado, intranquilo. Pero volvía a ese sueño insondable donde soñaba con juegos pasados, correteos en una playa de arenas blancas y un faro.
Terminó su té y lavó la taza, se puso una campera y el gorro de lana. El frío le golpeó en la cara al abrir la puerta, entrecerró los ojos mirando alrededor y apretó la mano contra su revolver Colt en la cadera, una costumbre, casi un tic. Y empezó a caminar despacio en la nieve. Acomodó una lona que tapaba la leña en el galpón improvisado para que no lo mojara la nieve. Se calzó las raquetas para nieve profunda tomó una mochila y cargó una pala, el hacha y encaminó hacia el bosque. El perro miraba atentamente por la ventana los movimientos del hombre, cuando lo perdió de vista entre los pinos volvió a su alfombra y mientras gruñía por lo bajo se durmió otra vez.
Las ramas altas estaban cargadas de nieve, los árboles se doblaban bajo el enorme peso de los copos caídos. A veces no alcanzaba a esquivar la avalancha que le caía en la cabeza al pasar y el golpe casi lo atontaba, eran decenas de kilos acumulados.
Cuando llegó a su destino sacó la pala de la mochila y empezó a despejar la nieve. Con el hacha cortó ramas y troncos caídos, amontono todo para en otro viaje llevarlos a la leñera. Con un trapo empezó a limpiar la piedra. Mientras lo hacía las lágrimas caían casi con la misma lentitud que los copos de nieve a su alrededor. Con un pequeño cepillo de cerdas limpiaba las letras cinceladas en la fría piedra. Cuando terminó, se secó las últimas lágrimas, guardó todo en la mochila y le dio una última mirada a la lápida antes de emprender el camino de regreso al calor de su cabaña solitaria.
Mientras caminaba de regreso en la profunda nieve, en su cabeza resonaban las palabras de la piedra.
Amada por siempre.
0 comentarios:
Publicar un comentario