Cada
martillazo se sentía como un cañonazo, la mesa metálica vibraba y la mano le
dolía igual que el corazón. La enfermera le iba indicando que clavo debía
clavar primero. Se trago la bronca que tenía de decirle, entupida sé como
clavar un clavo.
El
cajón era pequeño, muy pequeño, de una recién nacida.
Así
como nació, se fue. No fue necesaria una autopsia. Desnutrición de la madre
(también del padre), nunca jamás un control. Eran jóvenes. Ciegos. No querían
ver el embarazo. Solo ocultarlo hasta lo inevitable y después…no lo sabían.
Las
contracciones comenzaron en la plaza. Tuvo que aceptar que era el momento y
llevarla hasta el hospital.
Ante
las preguntas del médico, el silencio eran las respuestas. No sabían cuantas
semanas tenía. La llevaron a la sala de parto.
Todo
fue rápido.
Dando
vueltas en ese pasillo tan feo del hospital, hasta que el médico pasa cerca de
él y se acuerda que algo tenía que decirle.
— ¿Vos
sos el…?
—Si.
—Mirá,
ella está bien, pero la bebé nació muerta.
Y dicho
esto, el médico joven, muy joven, lo abandonó sin más palabras para encerrarse
en la guardia, mientras el muchacho se derrumbaba en cámara lenta contra la
pared, hasta terminar sentado en el piso mugriento.
Trataba
de digerir la palabra “muerta”.
Era
inevitable que sucediera así y casi sería mejor.
El
hambre y el frío. La tortura psicológica y física. Era imposible que ese bebé
llegara bien al mundo.
En sus
brazos cargó esa cajita de madera con su primera hija dentro. Una enfermera
conocida que la vistió con ropita regalada le dijo que tenía ojitos verdes,
como él.
Nunca
nadie podrá saber lo que sufrió, lo que vivió, lo que sintió. Cuando fue
llevado a la morgue, en el patio del horrible hospital, para clavar la tapa del
cajón de su hija muerta.
No
lloró. Su hija nació y murió un veintiocho de Marzo, él también murió ese día.
Nadie
podrá saber lo que sufrió al llevar a su hija al cementerio. Sacar su cajón de
pino del baúl de un auto. Llevarla en brazos hasta su tumba y ver como
desaparecía en las fauces de la tierra.
Aún hoy
siente el retumbar del martillo sobre los clavos.
Caminar
por el sendero de mármol con su hija sobre el pecho.
Sabe
que está maldito, fue su culpa.
Más de veinte cinco años
pasaron.
Desea morir
pronto, para pedirle perdón a su hija.