lunes, 11 de marzo de 2013

PEQUEÑA



Cada martillazo se sentía como un cañonazo, la mesa metálica vibraba y la mano le dolía igual que el corazón. La enfermera le iba indicando que clavo debía clavar primero. Se trago la bronca que tenía de decirle, entupida sé como clavar un clavo.
El cajón era pequeño, muy pequeño, de una recién nacida.
Así como nació, se fue. No fue necesaria una autopsia. Desnutrición de la madre (también del padre), nunca jamás un control. Eran jóvenes. Ciegos. No querían ver el embarazo. Solo ocultarlo hasta lo inevitable y después…no lo sabían.
Las contracciones comenzaron en la plaza. Tuvo que aceptar que era el momento y llevarla hasta el hospital.
Ante las preguntas del médico, el silencio eran las respuestas. No sabían cuantas semanas tenía. La llevaron a la sala de parto.
Todo fue rápido.
Dando vueltas en ese pasillo tan feo del hospital, hasta que el médico pasa cerca de él y se acuerda que algo tenía que decirle.
— ¿Vos sos el…?
—Si.
—Mirá, ella está bien, pero la bebé nació muerta.
Y dicho esto, el médico joven, muy joven, lo abandonó sin más palabras para encerrarse en la guardia, mientras el muchacho se derrumbaba en cámara lenta contra la pared, hasta terminar sentado en el piso mugriento.
Trataba de digerir la palabra “muerta”.
Era inevitable que sucediera así y casi sería mejor.
El hambre y el frío. La tortura psicológica y física. Era imposible que ese bebé llegara bien al mundo.
En sus brazos cargó esa cajita de madera con su primera hija dentro. Una enfermera conocida que la vistió con ropita regalada le dijo que tenía ojitos verdes, como él.
Nunca nadie podrá saber lo que sufrió, lo que vivió, lo que sintió. Cuando fue llevado a la morgue, en el patio del horrible hospital, para clavar la tapa del cajón de su hija muerta.
No lloró. Su hija nació y murió un veintiocho de Marzo, él también murió ese día.
Nadie podrá saber lo que sufrió al llevar a su hija al cementerio. Sacar su cajón de pino del baúl de un auto. Llevarla en brazos hasta su tumba y ver como desaparecía en las fauces de la tierra.
Aún hoy siente el retumbar del martillo sobre los clavos.
Caminar por el sendero de mármol con su hija sobre el pecho.
Sabe que está maldito, fue su culpa.
Más de veinte cinco años pasaron.
Desea morir pronto, para pedirle perdón a su hija.

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