El olor
a té de frutillas envolvía amargamente su casa, ese olor de otras épocas le
desgarraba el alma. Nunca pudo sacarlo, ni con el mejor desodorante de
ambiente. Frenaba el impulso de llamarla, de oír su voz, pero él ya no era
alguien en su vida, era nadie, uno más que pasó por sus labios. Ahora besaba
otros.
Pero el
tiempo no perdona, las horas pasaron para transformarse en un reloj de arena y
cada granito era un segundo más que se alejaba de ella. Cientos de veces caminó
por su calle, para encontrarla, para verla de lejos, para sentir que su corazón
se estrujaba y darse cuenta que aún estaba vivo por el dolor que sentía en el
pecho, aunque se creyera muerto.
El
tiempo pasó.
Su
cuerpo comenzó a empequeñecerse. Nadie se dio cuenta, solo él. Las camisas comenzaron
a quedarle largas en las mangas. Las medias le llegaban hasta las rodillas y el
saco parecía un sobretodo de tan grande que le quedaba. Al mismo tiempo le
llamó la atención todo el pelo que dejaba en el peine cada vez que lo usaba. Él
pensaba que serían nervios. Pero sacudía la cabeza como para quitarse esa
ridiculez de la mente.
En el
trabajo fue la evidencia final para ver que algo no andaba bien. Frecuentemente
usaba unos guantes de trabajo, que al ponérselos ese día le llegaron hasta el
codo. De su boca salió un insulto al estilo marinero, nombrando a toda la
familia ascendente y descendente de los fabricantes de guantes.
Dio
media vuelta para ir al pañol de herramientas a buscar otros guantes, creyendo
que esos eran de otro empleado. El seguía emperrado con la idea de que no se
estaba achicando, eran nervios.
Cuando
llega a los escalones de mármol, con asombro ve que antes subía de a dos
escalones, ahora tenía que subir de a uno porque su pierna no podía llegar al
otro escalón más lejano.
En ese
momento, se saca la gorra para secar el sudor de la cabeza mientras puteaba en
voz alta sin que le molestara el hecho que alguien le oyera.
Se
sentó sobre una vereda a la sombra de un ángel de piedra. Sacó su pipa y
ceremoniosamente comenzó a ponerle el tabaco mientras trataba de calmarse. Aspirando
el humo con mucho placer, fueron pasando los minutos, largos minutos que le
llevaban a pensar solo en una cosa. Su achicamiento.
Ve
pasar a un hombre, un vecino de años y le llama para preguntarle si lo veía más
pequeño de cuerpo que años atrás, el hombre frunce el ceño y le contesta que lo
veía igual de idiota.
Una
sarta de improperios imposible de repetir aquí le devolvió con amabilidad al
vecino insolente.
Y
siguió sumido en sus pensamientos, soñaba que caminaba por el bosque con ella,
viendo como los colores iban brotando en miles de flores y plantas, quedando
inmortalizadas fotográficamente. Hasta podía sentir la vibración de un arroyo
montañoso al pasar entre el musgo y las piedras. Y así siguió por horas. Hasta
que se da cuenta lo tarde que se hizo. Juntó las herramientas y las guardó.
Pasó por la escalera principal, que le llevó el doble de tiempo que antes (según
él) para ver que no quedara nadie en el estacionamiento. Sube por un senderito
poco visitado por la gente, era la parte más antigua. Por el camino se
escuchaban risitas contenidas, como de niños que le seguían.
Hasta
que llega a su tumba. Con un suspiro le quita el polvo que se acumuló en el día
sobre su lápida de mármol. Y se acuesta para seguir puteando, porque la tumba
le quedaba grande.
Las
risitas se fueron apagando, los ángeles de piedra seguían armando chascos, para
divertirse a costa del pobre muerto.
Gabriel, siempre deleitandonos con tus lindos cuentos, muy sorpresivo, con un final no previsto para el lector, un abrazo y segui escribiendo tan claro, delicado e inteligente.
ResponderEliminartenes esa forma de ver las cosas tan única ! siempre un placer poder leerte . !
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