lunes, 4 de marzo de 2013

ANGEL DE PIEDRA




El olor a té de frutillas envolvía amargamente su casa, ese olor de otras épocas le desgarraba el alma. Nunca pudo sacarlo, ni con el mejor desodorante de ambiente. Frenaba el impulso de llamarla, de oír su voz, pero él ya no era alguien en su vida, era nadie, uno más que pasó por sus labios. Ahora besaba otros.
Pero el tiempo no perdona, las horas pasaron para transformarse en un reloj de arena y cada granito era un segundo más que se alejaba de ella. Cientos de veces caminó por su calle, para encontrarla, para verla de lejos, para sentir que su corazón se estrujaba y darse cuenta que aún estaba vivo por el dolor que sentía en el pecho, aunque se creyera muerto.
El tiempo pasó.
Su cuerpo comenzó a empequeñecerse. Nadie se dio cuenta, solo él. Las camisas comenzaron a quedarle largas en las mangas. Las medias le llegaban hasta las rodillas y el saco parecía un sobretodo de tan grande que le quedaba. Al mismo tiempo le llamó la atención todo el pelo que dejaba en el peine cada vez que lo usaba. Él pensaba que serían nervios. Pero sacudía la cabeza como para quitarse esa ridiculez de la mente.
En el trabajo fue la evidencia final para ver que algo no andaba bien. Frecuentemente usaba unos guantes de trabajo, que al ponérselos ese día le llegaron hasta el codo. De su boca salió un insulto al estilo marinero, nombrando a toda la familia ascendente y descendente de los fabricantes de guantes.
Dio media vuelta para ir al pañol de herramientas a buscar otros guantes, creyendo que esos eran de otro empleado. El seguía emperrado con la idea de que no se estaba achicando, eran nervios.
Cuando llega a los escalones de mármol, con asombro ve que antes subía de a dos escalones, ahora tenía que subir de a uno porque su pierna no podía llegar al otro escalón más lejano.
En ese momento, se saca la gorra para secar el sudor de la cabeza mientras puteaba en voz alta sin que le molestara el hecho que alguien le oyera.
Se sentó sobre una vereda a la sombra de un ángel de piedra. Sacó su pipa y ceremoniosamente comenzó a ponerle el tabaco mientras trataba de calmarse. Aspirando el humo con mucho placer, fueron pasando los minutos, largos minutos que le llevaban a pensar solo en una cosa. Su achicamiento.
Ve pasar a un hombre, un vecino de años y le llama para preguntarle si lo veía más pequeño de cuerpo que años atrás, el hombre frunce el ceño y le contesta que lo veía igual de idiota.
Una sarta de improperios imposible de repetir aquí le devolvió con amabilidad al vecino insolente.
Y siguió sumido en sus pensamientos, soñaba que caminaba por el bosque con ella, viendo como los colores iban brotando en miles de flores y plantas, quedando inmortalizadas fotográficamente. Hasta podía sentir la vibración de un arroyo montañoso al pasar entre el musgo y las piedras. Y así siguió por horas. Hasta que se da cuenta lo tarde que se hizo. Juntó las herramientas y las guardó. Pasó por la escalera principal, que le llevó el doble de tiempo que antes (según él) para ver que no quedara nadie en el estacionamiento. Sube por un senderito poco visitado por la gente, era la parte más antigua. Por el camino se escuchaban risitas contenidas, como de niños que le seguían.
Hasta que llega a su tumba. Con un suspiro le quita el polvo que se acumuló en el día sobre su lápida de mármol. Y se acuesta para seguir puteando, porque la tumba le quedaba grande.
Las risitas se fueron apagando, los ángeles de piedra seguían armando chascos, para divertirse a costa del pobre muerto.


 

2 comentarios:

  1. Gabriel, siempre deleitandonos con tus lindos cuentos, muy sorpresivo, con un final no previsto para el lector, un abrazo y segui escribiendo tan claro, delicado e inteligente.

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  2. tenes esa forma de ver las cosas tan única ! siempre un placer poder leerte . !

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