viernes, 1 de abril de 2016

VALIENTE

Las bombas hacían temblar el suelo helado. Los pies estaban fríos, empapados por la lluvia y la humedad de la turba.
El pozo en el que estaba se inundó de agua, se filtraba de las paredes y llenaba el pequeño agujero.
En un rincón junto al lado de fotos familiares había un crucifijo, una vela casi consumida iluminaba apenas el cristo que lloraba.
Afuera el cielo estaba encapotado de rojo por las explosiones. La lluvia aunque era tenue, bastaba para congelar el cuerpo hasta los huesos. Las gotas parecían lágrimas que caían en cámara lenta.
Siempre se escuchaban gritos, gemidos. Alguien que llamaba a su madre, que pedía que le salven la vida. De a poco esas voces se callaban y eran renovadas por voces nuevas.
El soldado corrió hasta el puesto de observación, esquivando los cráteres de las bombas. Una zona de rocas, apenas elevada era su punto de visión del campo de batalla.
A trescientos metros avanzaba el enemigo, la radio no funcionaba, horas atrás se habían agotado las baterías. No tenía forma de avisar al puesto que le seguía a su flanco. No había manera que él pudiera cruzar esa distancia sin caer ante las balas del enemigo y disparo de morteros.
El grupo atacante se abrió intentando flanquear los puestos avanzados. Estos todavía no los habían visto.
La desesperación del soldado le crispo las manos. Sus hermanos serían masacrados si no hacía algo.
En su mente corrían las ideas, pero todas ellas terminarían con su vida.
La decisión cambiaría todo, juró ante su bandera defenderla hasta perder la vida. El coronel le dijo días atrás que solo por defender su tierra, ya era un héroe.
El pecho se le inflamó de orgullo que ni el frío atroz que sentía pudo apagar.
Volvió al pozo de zorro y busco la cruz de la pared, la guardó en su pecho junto al pedazo de chocolate que guardaba para un momento especial. Tomó los cuatro cargadores que le dejaron y las dos granadas.
En el terreno las luces eran más intensas, parecía que hasta el aire vibraba por las explosiones. En la boca sentía el sabor de la pólvora que flotaba en el aire.
Corrió hasta el puesto cercano que estaba a cincuenta metros que le parecieron eternos.
El grupo de asalto estaba a no más de treinta metros. Escuchaba sus voces, hablaban otro idioma.
Le quitó el seguro a las granadas y gritando viva la patria se las arrojó.
Esos segundos de espera fueron interminables, llegó a pensar que estaban falladas. Cuando el sonido obscuro y grave resonó entre las piedras donde se protegió.
La sorpresa y los gritos de dolor fueron al mismo tiempo.
Al verse descubiertos los invasores tuvieron que retroceder unos metros, ese era el momento que él quería.
Acomodó su Fal y comenzó a disparar.
Durante la instrucción se destaco por la precisión con su arma. El coronel le había dicho varias veces que lo quería cerca suyo si hubiese una guerra. Serías buen franco tirador le dijo una vez.
Recordó esas palabras mientras buscaba en la mira centrar el objetivo. Estaban tan cerca que vio cuando un soldado enemigo le apuntaba con un cohete Law.
Alcanzo a tirarse de cara a la turba cuando el silbido y el chasquido de salida sonaron.
El tiempo se detuvo.
Los oídos le dolieron y la onda expansiva le pego en el cuerpo. Pedazos de roca y pasto duro le cubrieron toda la espalda. Se levantó escupiendo tierra, el Fal seguía en sus manos.
Corrió hasta el pozo de zorro esperando que le siguieran. Con tantas explosiones y disparos, sus camaradas alertados del ruido seguro ya estarían cerca del lugar para darle apoyo.
Saco el chocolate y se lo puso en la boca, no lo masticó, lo saboreo hasta que se disolvió completamente. El gusto amargo y delicioso le recordó su hogar.
La furia le nació en el pecho y subió hasta su cara, el rojo del rostro no era de frío, era de valor.
Esperó hasta que las siluetas estuvieran cerca y abrió fuego.
Cayeron dos heridos de muerte. Las granadas llovieron sobre su posición. Las balas silbaban y golpeaban en la entrada. Tenían aparatos de visión nocturna y le veían como si fuera de día.
Le quedaban dos cargadores completos.
Salió de la protección y se tiró cuerpo a tierra para ofrecer menos blanco al enemigo que buscaba terminar su vida.
Le gritaban que se rinda, pero él no entendía su idioma. Seguía disparando agotando los cargadores.
Una bala certera le dio en el hombro izquierdo. Y una granada le hirió gravemente. Tiró el arma a un costado y sacó su pistola. Antes de poder apuntarles, las balas de una ametralladora le atravesó el pecho.
De rodillas ante ellos siguió disparando.
Un soldado le arrojó una granada.
Su lucha había durado diez minutos.
La sangre manchaba el crucifijo. Mientras moría, llamaba a su mamá que estaba a miles de kilómetros, sin saber que su hijo daba su vida por la patria en una isla lejana. En la boca se mezclaron los sabores del chocolate y la sangre.
Los gemidos se fueron apagando.
El grupo del puesto cercano ya había llegado. Sorprendidos por el valiente soldado no se percataron del avance por su flanco.
Las balas de sus hermanos hicieron mella al invasor. Cayeron tres, hirieron a cuatro más. Y les obligaron a retroceder.
Ganaron ese encuentro.
Horas después dieron cuenta de que, aquél soldado solitario había matado a cuatro con su arrojo.
En su mano tenía el crucifijo empapado en sangre.
Días más tarde enviaron a su familia que vivían en Chubut, el crucifijo envuelto en el papel metálico de aquel chocolate con una carta.
En ella relataba el coronel la historia de su hijo y que con extremo arrojo y valor había detenido él solo, el avance de más de quince enemigos dando su vida en ese acto. Que había sido el mejor soldado que había preparado. El mejor hombre.
Cuentan que en una casa modesta en el sur de la Patagonia Argentina, en una pared se encuentran un crucifijo envuelto en papel metalizado y una medalla póstuma al valor en combate.


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