viernes, 28 de julio de 2017

DESTINO



Se sentaba a escribir para olvidarse del mundo, solo él sabía que significaban esas letras. Eran recuerdos de tiempos pasados y fantasías del futuro. Solo podía vivir a través de sus personajes. Cada uno de ellos era una parte de su vida, nociones y sombras de sus historias y facazos. A veces pensaba que estaba escribiendo su propio obituario, tal era el calibre de lo que sentía. Cada palabra, cada punto y coma era un desgarrador relato de lo que había vivido, lo contaba en tiempo presente porque no podía sacarse la pesada carga  de décadas de sabores amargos. De amaneceres contemplados con el llanto atravesado en la garganta. Sabía que nadie lo entendía. Era como un rompecabezas. Cada relato tenía su tiempo y forma, la mayoría tristes. Pero otros desbordaban alegría y amor, esa comicidad que solo lo da quien tiene el corazón lleno de emociones buenas. Hacía tiempo no podía escribir, se sentía aletargado, su mente divagaba por caminos insondables en donde cada vez que llegaba a un lugar solo era otro rincón sin salida. No tenía forma, ni capacidad para dar vuelta atrás los miles de errores que había cometido, no es que fueran imperdonables, pero a veces los demás no entienden el menjunje de porquerías que uno lleva adentro y que casi siempre se termina boicoteando ser feliz. Y en él era una condición innata. Era como su don, cada vez que se sentía bien cometía algún error que le dejaba con la hiel en la boca. Y el desosiego de la soledad. A la cual casi estaba acostumbrado. Tampoco era un monstruo incapaz de vivir la vida como los demás. Pero muchas veces le costaba hacerse entender, quizá algo que decía o hacía para él era “normal” y para los demás era chocante o directamente los lastima. Tiempo después se daba cuenta del error, pero ya era tarde. El castigo por no ser perfecto y un poco psicótico le dejaba en la absoluta soledad. En lo personal cuando quedaba en estos estados de abandono se volvía casi agorafóbico, no salía de su casa más que para ir a trabajar y fingir que el mundo seguía girando a pesar de todo y para comprar algo de comida. Emprendía muchas cosas al mismo tiempo y los abandonaba inmediatamente. Muchas ideas y ninguna las terminaba. Porque siempre creía que iba a fallar y no podía entender eso. Tenía la necesidad de familia y no la tenía. Quería ser feliz y no sabía cómo. Vivía entre ese estado de completa felicidad cuando amaba y se volvía huraño, hosco y terminaba alejando a quienes amaba. Cuestión de idiotez mía decía siempre. Cuando peor sufría fue cuando en aquel viaje conoció a la mujer de su vida. Fue por coincidencia del destino, como suele pasar. Ella era camarera en un hotel de playa. Y como a él le gustaba el mar y decía que podía curarlo de su locura siempre que podía se tomaba unos días para respirar el aire salado y exquisito de esa playa. Al ser un hombre que le costaba relacionarse con la gente se mantenía al margen de los demás, comía solo, desayunaba solo y salía a caminar solo. Más que dar las gracias o un buen día no era capaz de dirigirle otras palabras a ella. Siempre le tocaba el turno de la mañana, así que atendía su mesa. Luego de varios días de verlo tan solitario intentó darle un poco de charla. Después de largos minutos él terminó de contarle su vida, un pantallazo de su realidad. La mujer no decía ni una palabra mientras él se desahogaba. Cuando terminó le dijo gracias y se fue. Toda esa mañana se quedó pensando en todo lo que le contó, le revolvía el estómago de tristeza.  Tenía algo que no sabía cómo explicar, verlo así roto de dolor y sentir esa soledad. A la tarde decidió buscarlo por la playa y no pudo encontrarlo. Camino hasta la noche sin verlo. Cuando volvía a su casa frustrada por esa sensación de pena lo vio en el faro que estaba cerca del hotel de playas doradas. Un faro antiguo, que no funcionaba, solo para las fotos de los turistas.
El hombre sentado en la arena miraba el mar, sus hombros se estremecían con sus sollozos. La brisa salada le llevaba bocanadas de ese llanto hasta donde estaba ella parada mirándole.
Se limpió un par de lágrimas que no se había dado cuenta que caían por sus mejillas. Camino hasta él y se sentó a su lado.
El hombre dejó de llorar en ese instante y la miró reconociéndola. Pequeños estertores sacudían su cuerpo por el dolor. En su regazo un cuaderno con la hoja mojada por las lágrimas en donde intentaba escribir algo.
-Me llamo Elizabeth –le dijo ella.
-Me llamo Moreno, contestó él sonriendo.

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