Se sentaba a escribir para olvidarse del
mundo, solo él sabía que significaban esas letras. Eran recuerdos de tiempos
pasados y fantasías del futuro. Solo podía vivir a través de sus personajes. Cada
uno de ellos era una parte de su vida, nociones y sombras de sus historias y facazos.
A veces pensaba que estaba escribiendo su propio obituario, tal era el calibre
de lo que sentía. Cada palabra, cada punto y coma era un desgarrador relato de
lo que había vivido, lo contaba en tiempo presente porque no podía sacarse la
pesada carga de décadas de sabores
amargos. De amaneceres contemplados con el llanto atravesado en la garganta. Sabía
que nadie lo entendía. Era como un rompecabezas. Cada relato tenía su tiempo y
forma, la mayoría tristes. Pero otros desbordaban alegría y amor, esa comicidad
que solo lo da quien tiene el corazón lleno de emociones buenas. Hacía tiempo
no podía escribir, se sentía aletargado, su mente divagaba por caminos
insondables en donde cada vez que llegaba a un lugar solo era otro rincón sin
salida. No tenía forma, ni capacidad para dar vuelta atrás los miles de errores
que había cometido, no es que fueran imperdonables, pero a veces los demás no
entienden el menjunje de porquerías que uno lleva adentro y que casi siempre se
termina boicoteando ser feliz. Y en él era una condición innata. Era como su
don, cada vez que se sentía bien cometía algún error que le dejaba con la hiel
en la boca. Y el desosiego de la soledad. A la cual casi estaba acostumbrado. Tampoco
era un monstruo incapaz de vivir la vida como los demás. Pero muchas veces le
costaba hacerse entender, quizá algo que decía o hacía para él era “normal” y
para los demás era chocante o directamente los lastima. Tiempo después se daba
cuenta del error, pero ya era tarde. El castigo por no ser perfecto y un poco
psicótico le dejaba en la absoluta soledad. En lo personal cuando quedaba en
estos estados de abandono se volvía casi agorafóbico, no salía de su casa más
que para ir a trabajar y fingir que el mundo seguía girando a pesar de todo y
para comprar algo de comida. Emprendía muchas cosas al mismo tiempo y los
abandonaba inmediatamente. Muchas ideas y ninguna las terminaba. Porque siempre
creía que iba a fallar y no podía entender eso. Tenía la necesidad de familia y
no la tenía. Quería ser feliz y no sabía cómo. Vivía entre ese estado de
completa felicidad cuando amaba y se volvía huraño, hosco y terminaba alejando
a quienes amaba. Cuestión de idiotez mía decía siempre. Cuando peor sufría fue cuando en
aquel viaje conoció a la mujer de su vida. Fue por coincidencia del destino,
como suele pasar. Ella era camarera en un hotel de playa. Y como a él le
gustaba el mar y decía que podía curarlo de su locura siempre que podía se
tomaba unos días para respirar el aire salado y exquisito de esa playa. Al ser
un hombre que le costaba relacionarse con la gente se mantenía al margen de los
demás, comía solo, desayunaba solo y salía a caminar solo. Más que dar las gracias
o un buen día no era capaz de dirigirle otras palabras a ella. Siempre le
tocaba el turno de la mañana, así que atendía su mesa. Luego de varios días de
verlo tan solitario intentó darle un poco de charla. Después de largos minutos
él terminó de contarle su vida, un pantallazo de su realidad. La mujer no decía
ni una palabra mientras él se desahogaba. Cuando terminó le dijo gracias y se
fue. Toda esa mañana se quedó pensando en todo lo que le contó, le revolvía el
estómago de tristeza. Tenía algo que no
sabía cómo explicar, verlo así roto de dolor y sentir esa soledad. A la tarde
decidió buscarlo por la playa y no pudo encontrarlo. Camino hasta la noche sin
verlo. Cuando volvía a su casa frustrada por esa sensación de pena lo vio en el
faro que estaba cerca del hotel de playas doradas. Un faro antiguo, que no
funcionaba, solo para las fotos de los turistas.
El hombre sentado en la arena miraba
el mar, sus hombros se estremecían con sus sollozos. La brisa salada le llevaba
bocanadas de ese llanto hasta donde estaba ella parada mirándole.
Se limpió un par de lágrimas que no
se había dado cuenta que caían por sus mejillas. Camino hasta él y se sentó a
su lado.
El hombre dejó de llorar en ese
instante y la miró reconociéndola. Pequeños estertores sacudían su cuerpo por
el dolor. En su regazo un cuaderno con la hoja mojada por las lágrimas en donde
intentaba escribir algo.
-Me llamo Elizabeth –le dijo ella.
-Me llamo Moreno, contestó él
sonriendo.
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