miércoles, 20 de abril de 2022

EN CASA

Faltaba poco ya. Por eso volvió al único lugar dónde podía descansar, su bosque y sus lagos serían lo último que volvería a ver.
Cansado, muy cansado estaba. Pero seguía adelante, el sendero angosto le llevaba al final de su camino, una paradoja. El final del círculo.
Se detuvo un par de minutos para tomar agua, los pájaros le seguían con sus trinos, una brisa movían las ramas altas de los cipreses.
Se pasó la mano por la frente sudorosa y un crujido de ramitas secas detrás de él le congeló el brazo en el momento que tomaba agua de la botella. Bajó suavemente la mano y se dio vuelta muy despacio.
A no más de cinco metros un puma le miraba atentamente. Sin enojo o miedo en sus ojos. Su mirada era clara y transparente, casi curiosa.
Su porte era magnifico, la piel lustrosa resaltaba en el verde del musgo a su alrededor. Se miraron por un minuto en un duelo de miradas. El gato decidió sentarse tranquilamente, su cola no se movía agitada en señal de nerviosismo. Y le miró casi con sueño, indiferente.
Recién ahí el hombre tragó el agua que tenía en la boca, se dio cuenta que no lo había hecho en todo ese tiempo.
Decidió sentarse sobre un tronco caído, muy despacio, sin alterar la curiosidad del puma. Ahora estaban casi a la misma altura y se dedicaron a mirarse mutuamente. Con mucha lentitud se quitó la mochila, la abrió y sacó un tupper, dentro de él había un sanguche de milanesa. Cuando lo sacó, el puma comenzó a olisquear el aire y se atrevió a dar un par de pasos hacia el…sanguche.
El hombre pensó un segundo, o le daba la milanesa, o quizá él se convirtiera en la milanesa del felino. Así que extendió el brazo y le ofreció el manjar.
Tardó como diez segundos en decidirse, pero se acercó al humano. No le daba miedo, ni desconfianza.
Fue un solo bocado. Nada más.
El hombre rió.
El puma se dejó acariciar el lomo. Se estremeció. Pero no se alejó.
Se levantó, acomodó su mochila y siguió el sendero, el puma le seguía a su lado. Después de una hora más de caminata llegaron.
De lejos se escuchaba y había más humedad en el aire. En un claro del bosque había una pared de roca prehistórica más antigua que los lagos y de ahí caía la más bella cascada.
Una pequeña poza se formaba debajo, el felino fue al trote a tomar agua de su orilla.
Se quitó la ropa y la dejo sobre unas rocas. El agua helada cortaba la respiración. Pero era el paraíso.
Estaba en casa. Esquel.
En el borde del claro un perro y una mujer apoyada en un báculo le miraban atentamente.
Se dio vuelta y los vio. No hubo miedo, ni preguntas. Acarició una vez más la cabeza del puma y miró luego como se metía al bosque al trote.
Se puso la ropa y fue al encuentro de la rubia mujer que tenía un vestido blanco con flores que parecía que flotaba sobre su piel.
En silencio caminaron un rato por un sendero, parecía casi un sueño, no sentía sus pisadas. Cruzaron por un puente tronco arriba de un arroyo. La mujer y el perro se detuvieron. El final del camino debía hacerlo solo.
Llegó hasta un agujero en el suelo, como si fuera el agujero del conejo de Alicia.
Se metió en él.
Había muchas flores.



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