jueves, 17 de noviembre de 2016

AMOR ABSOLUTO





El hombre corría entre los escombros y reía como un niño, en realidad mentalmente casi lo era. De un salto se encaramó a una escalera destrozada que apenas se apoyaba en la pared semi derrumbada de la fábrica. Mientras trepaba miraba hacia atrás. Un gato de un tamaño bastante grande, muy parecido a un ocelote le seguía de cerca. De su mirada emanaba odio por ir perdiendo la carrera. El hombre le gritó algo así como “gordo flojo” o eso fue lo que ese gato creyó escuchar. Bufó de bronca y clavó sus garras con más fuerza en el suelo para tener una buena base para su impulso. Cuando el hombre volvió a mirar para atrás el felino ya no estaba a unos metros detrás de él, estaba a su lado mostrándole la lengua en señal de burla. La sorpresa fue tal que no vio el palo que tenía el gato en la garra y le golpeo justo en la frente a lo que el cuerpo dio a parar al suelo levantando polvo, piedras y la corrida de un montón de lagartijas que mientras miraban la carrera hacían apuestas con monedas de quien sería el ganador.
Quejándose de dolor se levantó y mirando al micho que desde el techo lo miraba desdeñosamente mientras se lamía una pata, le largo una buena puteada que terminó por espantar al resto de lagartijas apostadoras.
Rato después y luego de sacudirse la ropa del polvo amarillo del suelo, trepó al techo de la fábrica y se sentó al lado de Zor, así era el nombre del felino.
— ¿Por qué hiciste eso gato ladino? –pregunta mientras se sacaba escombro de los bolsillos del pantalón.
—Quería enseñarte un concepto nuevo –contesta mientras se lavaba una oreja.
—Bueno ¿y me lo vas a decir o debo seguir esperando?
Eres un niño –le dice revoleando los ojos con sarcasmo— Pero igual te quiero.
—Sigo esperando.
—Realmente a veces me dan ganas de matarte.
—Jajaja está bien maestro –dice parándose y haciendo una reverencia, disculpe su señoría, ¿podría iluminarme con su sapiencia?
—Tú sabías que ganarías y yo sabía que tú ganarías, entonces hice trampa.
— ¿Trampa? —pregunta pensativamente mientras se rascaba la barba llena de tierra por la caída.
—Es una ventaja que se toma para lograr un propósito o fin, con maneras que no son consideradas legales, como por ejemplo el palazo que te di en nuestra carrera. ¿Capisce?
—Si maestro.
Los dos seres miran hacia el occidente, el ocaso reinaba en el lugar. Los dos suspiraron por la belleza de los colores que iluminaban sus rostros.
No tenían a nadie más, ellos eran los últimos del planeta, dos especies que durante millones de años fueron evolucionando, durante todo este tiempo se odiaron, combatieron y se destruyeron mutuamente, hasta hacerlo también con el planeta.
Llevaban de amigos más de mil quinientos años y la guerra había terminado antes que ellos nacieran, nacieron en la soledad del desierto, en la destrucción apocalíptica de la estupidez, de la cual las razas superiores siempre ostentan con orgullo, esa capacidad para destruirse y con ello a toda vida.
Moreno era un hombre de unos cuarenta años, pero en esa época sus vidas en el tiempo transcurrían muy lento y acusaba unos tres mil años, más o menos. Un hombre de milenios con aspecto de cuarenta.
El gato un ser por demás inteligente, había adoptado al chico cuando este era un bebé, sus padres habían muerto en manos de otros animales post apocalípticos.
Un felino muy estudioso, sabía todo de los hombres, leyó muchos libros y en su mejor momento era un maestro muy conocido por sus formas no tradicionales de enseñar.
A veces se preguntaba si enseñarle al humano no era más que una pérdida de tiempo, era el único de su especie, igual que él.
Su cerebro era como una esponja, pero a veces no podía comprender sobre las emociones y le costaba a Zor hacerle entender el sarcasmo o la ironía, después se dio cuenta que no servía de nada enseñar las bases por la cual luego se destruyeron a ellos mismos.
El ocaso casi llegaba a su fin, o sea en unos cuatro días, los tiempos en esa época eran otros.

Moreno siempre con los ocasos se ponía triste, no sabía el porqué. El gato lo miraba y sufría por él, sabía cuál era el motivo de la tristeza.
Caminaron hasta un lago, un lugar donde Zor tenía la esperanza que no le devolviera la memoria al hombre, perdida siglos atrás. Ningún cerebro puede soportar las memorias o recuerdos de milenios, los nuevos recuerdos lavaban los anteriores. Y con eso moría el dolor del recuerdo.
Nadaron unas horas, jugaron y rieron.
Hasta que vio la cueva.
Lo miró a Zor y este movió la cabeza negativamente mientras una lágrima corría por el pelaje negro y lustroso.
—Si entras ahí sufrirás.
— ¿Tiene que ver con el ocaso? —le pregunta con las palabras entrecortadas por la congoja que sentía sin saber el porqué.
El gato nunca le contestó, se dio la vuelta y se sentó mirando las montañas, no quería que el hombre le viera llorar.
Entró despacio, no tenía miedo, esa noción le era desconocida, pero si sintió como el corazón se le estrujaba en el pecho.
Sacó de su bolsillo una bolsa impermeable, adentro había una yesca con la que prendió una pequeña llama, un par de ramas hicieron de antorcha.
Mientras iba entrando, las sombras cobraban vida en las paredes, se movían como danzando un baile para ahuyentarlo.
La cueva no era profunda, pero era grande, había mesas rústicas, unas sillas derrumbadas por el tiempo y un lugar donde parecía haber existido una cama, o la forma de ella. Cada cosa que veía la tocaba y acariciaba.
En una repisa había una botellita pequeña con un líquido dentro, era un perfume, pero él no lo sabía.
Cuando lo tomó con su mano y lo iba a abrir. La voz del gato resonó en la caverna.
— ¡No la abras por favor! —grita entre lamentos.
— ¿Por qué no debo abrirla Zor? —le pregunta consternado, mientras miraba la botella con miedo.
—Por qué entonces lo sabrás —contesta el gato entre sollozos.
Con estas palabras salió de la cueva y se sentó en la entrada, esperando.
Abrió la tapa y se acercó la botella a la nariz. El aroma subió por la nariz y explotó en el cerebro, el golpe fue tan fuerte que gimió por el dolor del recuerdo. Millones de neuronas dormidas despertaron en un instante, cientos de imágenes, sensaciones y momentos inundaron sus ojos. Retrocedió y se apoyó en la pared de roca, sentía desmayarse de dolor, un dolor largo, profundo, atroz, que nació en el corazón y explotaba en su garganta. Y gritó, gritó hasta que se le nublaron los ojos por falta de aire, gritó tanto que Zor se tapó las orejas gatunas, gritó hasta que tragó sus lágrimas amargas por la soledad. Soledad que hasta ese momento ignoraba que existiera. Ese perfume le desgarró el alma, le desprendió el corazón de su mente y tomó consciencia que ese músculo existía. Era de su amada, pero él no la recordaba. Todo se movía aceleradamente, sus ojos no podían absorber todo lo que el cerebro extasiado por el aroma quería mostrar en su mente. Trastabilló y cayó sentado, en la misma posición en la que estuvo en esa cueva mil años atrás. Pero esa vez tenía a su amor en sus brazos, agonizante mientras ella le acariciaba el rostro, un último te amo y ese suspiro exhalado en la bocanada del perfume del amor de ella golpeo su rostro y se impregnó en él. Había pasado tanto tiempo, siglos, que la había olvidado, pero un amor tan fuerte, profundo, dejarías vestigios, rastros de que alguna vez existió. Mil años después, el perfume del amor exquisito había revivido el amor. Porque luego de la tortura de la muerte y el recuerdo doloroso, viene la serenidad del amor absoluto, quien lo haya vivido, sabrá de lo que hablo. Y así adolorido por la caída a la realidad, selló una vez más la botella y la dejó en donde la encontró, mientras salía de la cueva mira una sola vez hacia atrás y sonrió. Afuera el ocaso continuaba, como les conté antes, tardaban varios días en concluir. Se sentó al lado del gato que se lavaba las lágrimas saladas que derramó en su pelambre perfecto.
— ¿Qué aprendiste hijo mío?
—Que el ocaso me ponía triste porque me faltaba algo, ahora en el atardecer, está ella.
Ahora Zor había tomado una postura solemne, mientras los dos miraban el rojizo y casi eterno ocaso.
—Dime Zor, ¿yo la amaba mucho?
—Sí, los dos la amábamos mucho. Vamos niño, aún debo enseñarte mucho más de la vida.
Y así los dos siguieron su camino, ninguno miró hacia la cueva, no hacía falta, el recuerdo estaba en sus mentes y en sus corazones estaba el amor absoluto, el cual ya no duele.

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