No era
otra cirugía más. Era la número nueve. Esta vez lo operaban entre dos médicos, su cirujano ya no se
animaba a operarlo solo. Otro viaje, más papeles para llenar, trámites
interminables. Pero tenía un alojamiento cómodo adonde iba. Esto le daba
tranquilidad, paz momentánea.
En la
cabeza tenía mil cosas para pensar, cada operación era casi una despedida,
desde el miedo de quedar en silla de ruedas, hasta la cercanía de la muerte
como ya pasó en otras oportunidades en la camilla del quirófano.
No sabía
como quedaría, nadie le daba respuestas a eso. Solo ver la evolución de la
enfermedad. Esta no era mortal, pero si eran mortales los riesgos que corría en
la clínica.
El viaje
era largo y tedioso, aunque era cómodo el auto, los dolores se hacían
insoportables. No lo demostraba en la cara, estaba acostumbrado a esconder las
emociones. Y con el dolor hacía lo mismo.
Siempre
que viajaba llevaba un par de libros de criminología, que nunca leía. No porque
no tuviera tiempo, cambiar de ciudad aunque sea por unos días, le activaba la mente
de tal forma, que sus neuronas se dedicaban exclusivamente a registrar todo lo
que veía. Tenía la obsesión de observar todo a su alrededor, hasta los mínimos
detalles. Los edificios, la gente, los autos.
De las
personas veía, como iban vestidas, los gestos, escuchaba lo que decían y lo que
decían a través de sus movimientos. Esto era lo más importante. Lo que escapa
al común de las personas. El movimiento de los labios al hablar, las manos, la
postura corporal, el movimiento del pelo. Todo lo que querían ocultar.
Con los
autos tenía más bronca que otra cosa. Veía como conducían y no faltaba
oportunidad que puteara a algún conductor que frenaba sobre la senda peatonal,
estacionara en una esquina y lo que más le enfurecía, era ver autos
estacionados sobre la zona de discapacitados. El podía, pero algunos ineptos no
le dejaban, el bastón a parte de ser un sostén le permitía tener un poco de
“respeto” por los conductores. Pero esto no era así. Un poco más y tenía que
pasar corriendo con el bastón para que no lo pisen. Muchas veces tuvo ganas de
partirles el parabrisas a bastonazos, pero el que iba a ir preso sería el. Ni
hablar de que la gran mayoría de infractores, eran mujeres. Ni una pizca de
sensibilidad para con los discapacitados pero esto era algo típico de las
ciudades grandes con infinidad de autos, camiones, colectivos, bicicletas de
contramano etc.
Lo que
le fascinaba eran los edificios, mirar su estructura, su diseño, algunos tenían
tantos años como la ciudad. No podía sacar fotos porque no tenía cámara, pero
todo quedaba registrado en su mente.
Muchas
veces se imaginaba los lugares y en su mente construía escenarios de distintos
tipos. Tenía una capacidad innata para ver situaciones antes que sucedan, se
anticipaba. Podía darse cuanta si iba a suceder un accidente, un choque, los
movimientos de las personas al andar. Esto muchas veces le salvó de que lo
arrollara un auto, un colectivo, una bicicleta.
Su
cerebro creaba un sin fin de posibilidades. No tenía noción de lo que sentía o
pensaba, era automático. Esto lo abstraía un poco de lo que iba a suceder en
pocos días. El ritual de siempre.
Internación,
espera tediosa. Miedos. El ir y venir de enfermeras. La bata de cirugía que
odiaba, porque le daba vergüenza. Sufrir a algún compañero de habitación y las
innumerables visitas que con risas charlas le ponían de malhumor. El quería
silencio y tranquilidad mientras esperaba su destino. Este era esquivo, era en
lo único que no podía anticiparse.
Esperando
que la enfermera entre para ponerle suero y prepararlo para el cuchillo.
Y la
consabida, —bueno, es tu turno.
Subirse
a la camilla, pasear por ese pasillo angosto lleno de gente extraña que te mira
pensando, ahí va otro al matadero.
Entrar
al quirófano, pasar a la otra camilla. Monitor cardíaco en el dedo. El bip bip,
no lo tranquilizaba y el aparato sonaba
más rápido. Se acordaba del lago, del agua cristalina y de su hija. Eso lo
tranquilizaba. Siempre le decía la anestesista —hola soy la anestesista que te
va a dormir.
Le
ponían la epidural, que casi siempre necesitaba tres o cuatro pinchazos dolorosos
en la espalda. Después decía —ahora viene la anestesia, en unos segundos vas a
ver borroso.
Cuando
ya sabía que la obscuridad iba a entrar en sus ojos. Se encomendaba al destino
y tres palabras se formaban en su mente.
Te amo
hija.